Ayer por la tarde fui al terruño después de tres días de ausencia. ¿Y qué me encontré? Se iba a iniciar un picnic en toda regla sin mi consentimiento. Abro la puerta de la caseta de aperos/taller y ahí sorprendo, tras una larga ausencia, a mi arañón en medio de la tela, entre el ventanuco y la estantería, campando a sus anchas, con cuchillo, tenedor y servilleta. A unos centímetros, inerte, un abejorro de tamaño dedo pulgar. El banquete era inminente. Me hubiera gustado ver cómo la araña se zampaba un bicho más grande que su cabeza. En las arañas todo debe ser cuestión de piernas. O de patas, vamos.

El caso es que abrí la pueta, nos miramos y si bien yo disfruté con la visión, entiendo que la otra parte, o sea, la araña, se cagó en todo. ¡Mierda! Tres días peleando con un abejorro y cuando lo tengo precocinado, listo para zampar, va y llega este imbécil.

Me largué al coche a por la cámara. Pude tardar tres minutos. Me asomo al taller de nuevo, cámara en mano, y ¿qué veo? Nada de nada. Ni arañón. ¡Ni abejorro! Se lo había llevado a su despensa tras la estantería, a disfrutar de una velada sin contratiempos. Su fuga no era difícil, pero desenvolver al abejorro (bien forrado que estaba de hilo) y llevárselo a cuestas no parecía tarea tan rápida.

arañón en el taller. 11 febrero.