Anoche, tras el golazo de Barral, entré al Teatro Jovellanos. Última fila del gallinero. Esa fue la única entrada que pude pillar, in extremis, para ver a José Mercé. La experiencia geográfica resultó singular; al menos, logré dos asientos, con la pared a la espalda y los escalones de frente; o sea, sin apreturas colaterales. Estaba abajo, muy abajo, el flamenco, en un picado de vértigo, pero enseguida tomé costumbre con la situación y disfruté.
Mercé, todo dientes y pelo, mereció ovaciones. E incluso por dos veces un grito lastimero de una gijonesa que le espetó: “Desnúdate”. Cantó hora y media, de riguroso negro, y aquí, en el Norte, donde no tenemos ni idea de flamenco, nos ganó. Especialmente, en mi caso, cuando cantó una bulería dejando atrás el micrófono y la silla. Se quedó ‘desnudo’ ante el público y cantó, susurró, toreó e incluso se desplazó a caballo (de forma simulada) por el escenario; al trote fino, de Jerez. 55 años, pelo pelísimo, pata fina y barriguilla de vividor, sonrisa profiden, y temas flamencos aderezados con otros no tan flamencos pero que sonaban a gloria, tipo Al Alba, Oh Mami…
Villa empató en El Molinón en el minuto 79. Entonces, en el picado del gallinero del Jovellanos distrutábamos con el gaditano, sabedores de que en su tierra quizá cante flamenco puro puro, y en Gijón un poco más ‘comercial’. Pero en nuestra cultura ‘no andaluza’ eso es perfectamente saludable. No tenemos peros que ponerle. Digo yo.
Quien escribe vivió tres años en Granada y uno en Sevilla. En el Albaicín, en la calle del Beso 10, vivió con la Alhambra a la vista, todas las noches iluminada, mientras leía tumbado en la cama. Y por el día, con el balcón abierto, y las putas de la calle de abajo asomando por sus portales, a pleno sol, se aficionó a poner a Camarón a todo volumen. Aquella voz, aquel timbre perfecto, me entró hasta el tuétano. Y lo asimilé como una ‘esencia’, un ‘perfume’ que condensaba todas las fragancias del flamenco. Compré todos los discos. Y los ponía a toda pastilla. Fui a tablaos, a fiestas flamencas, a bautizos gitanos, a cuevas, a desfases en casa de mi casero (que vivía encima y tocaba el añafil para todo el barrio a la una de la madrugada)… Y de todo aquello me quedó el embrujo del flamenco, la pasión por una música que resulta ajena a las temperaturas y los paisajes de Asturias. Requiere sol, cielo azul, casas blancas, calor, pachorra, desentendimiento, arte…
Gracias Mercé por recordarme a Camarón.