Todos tenemos un sueño. O varios. En mi lista de preferencias hay un oso. No me refiero a Paca y Tola (ya vistas) o a los de Cabárceno (tb vistos). Quiero ver un oso pardo en su hábitat, caminando, paciendo, encaramado a una roca… Eso de vivir en tierra osera, tener por símbolo patrio al oso pardo cantábrico, saber que hay un centenar por ahí sueltos (ahora nos dicen que doscientos) y no verlos jamás, morirnos sin verlos siquiera una vez, me parece una estafa, un bloof, una trampa. No me parece razonable ser asturiano y no ver jamás un oso. Imagino que un australiano verá canguros y un nipón ballenas. Yo quiero mi oso. Y llevo tiempo intentándolo.
En noviembre de 2009, busqué una alternativa a priori fácil: Yosemite. Cuatro meses atrás, un primo del mismo Bilbao (así cualquiera) había estado allí y vio cinco osos. Yo caminé tres días en todas direcciones a razón de ocho horas diarias, hasta que anochecía. El paisaje era maravilloso. Increíble. Pero de los bichos, con tanto trajín de gente, ni rastro. Subí dos cascadas y, alejado del mundanal ruido, recorrí un valle hasta el fondo. Desoyendo los consejos de los guardas, saqué tres salchichas y las agité al viento. Nada. Me levanté en Curry Village tres veces en una noche y recorrí las 500 tiendas por sus calles, solo en la oscuridad, por todas partes. “No hay noche que no bajen hasta ahí por el olor de la comida”, me aseguró un autóctono. Me fui alucinado de Yosemite pero sin mi oso. Tanta turra di, que la ‘muyer’, temerosa en principio de la aparición, acabó deseándola fervientemente para que la dejara en paz.
Volvimos del viaje y en la primavera de 2010 logré mi mayor hallazgo en la Montaña de Riaño, colindante con los Picos de Europa. En un rincón con pinta totalmente osera, me topé con una cagada en medio de un sendero. Me acerqué y comprobé que ¡era de oso! Estaba llena de cáscaras de bellota. La fotografié y se la envié a un amigo, muy iniciado en el ‘mundo oso’. “Adrián, 90% que es de oso”, me replicó en un sms.
Seguí la búsqueda. El pasado noviembre, llegó al periódico la noticia de que en Degaña se veía una pareja de osos a diario desde la propia carretera, en el valle de enfrente. Al día siguiente me levanté a las cinco de la madrugada; estaba allí al amanecer y monté guardia catorce horas seguidas. ¡Nada! La víspera se habían visto. Ese día no. Deportividad, me dije.
Entonces me leí un gran tomo sobre el oso pardo cantábrico, editado por la Fundación Oso Pardo. A ver si ahí hallaba alguna pista. Aprendí muchas pequeñas cosas. Pero aún no ha sido suficiente. Lo más cerca que estuve hasta ahora fue en San Glorio, en la cima del puerto leonés, donde está tomada la foto del perfil que colgué en este blog. Estoy al lado de un oso, pegadito a él. ¡Pero es de piedra, el muy cabrón! De esta primavera no pasa. Hay doscientos osos durmiendo en este instante en suelo astur ajenos a mi persistencia. Anda, no me jodáis más. ¡Me vale uno!