El pasado domingo, a las dos y media de la tarde, tenía fuego en el cuerpo. En la ropa, más bien. Fuego literal. Fuego real. Aunque por el escaso resultado del incidente (media mano chamuscada), fuego amigo, al final. Lo cuento para evitar que otro, con menos suerte, no lo cuente. Cometí una grave imprudencia y me salvó tener un polar con la cremallera abierta y poder quitármelo a gran velocidad.
La imprudencia se llama gasolina. Me disponía a encender una cocina de carbón. El papel quemaba mal en el tiro y fui a por un poco de gasolina: menos de un dedo, en una lata vacía de pintura. Mojaba el papel de periódico en el combustible y pa dentro. Luego lo encendía por el extremo exterior y ¡zas! Así el tiro cogió calor rápidamente. Entonces me dispuse a encender la cocina, metí el mechero y tampoco tiraba. Había papel de periódico, palos pequeños y carbón. Creyendo que no había cogido chispa aún, arrojé un poco de gasolina desde la lata. Sí la había y el fuego tomó el camino inverso: del llar hacia la lata y mi mano. En un segundo, tras una pequeña explosión, me ardía el polar y la lata que tenía en la mano. La lancé al suelo. Y J., allí presente, me gritó: “¡Quita la chaqueta!”. Gracias a tener la cremallera abierta, la quité en un santiamén mientras salía corriendo al prau para evitar meter el fuego en casa. La quité, la lancé al suelo y la apagué en un momento. Dentro, ardía la lata en medio de la cocina y A. la apagó con una manta. La mano se me puso muy roja, luego le salieron unas feas ampollas y ahora estoy pendiente de que estallen. Ese fue el leve resultado de la grave imprudencia.
No recomiendo a nadie ir a 110 para gastar menos gasolina. Es aburridísimo. Pero sí ahorrar gasolina en caso de hacer hogueras o fuegos varios. Yo resulté in-combustible. Pero fue un pequeño milagro. Cuando arde, la gasolina, sigue el camino inverso. Ojo al dato. Y a la cerilla.