Siegas, dejas el prau como una alfombra, con sus ondulaciones, con sus formas caprichosas, como una manta verde y al día siguiente, ¿qué te encuentras? La hierba sigue contraída, recortada, pelada; pero entre ella emergen dientes de león enteros y verdaderos. Con su tallo y sus pétalos amarillos plenamente desarrollados. O sea que si dejaras una webcam instalada verías crecer la flor. En doce o dieciocho horas, ahí están: enteros, salidos de la nada. ¿Por qué unas van tan rápido y otras tan despacio? Es primavera y todo bulle.
Te tumbas. Despliegas los brazos y palpas la tierra y la hierba con todo tu cuerpo. Escuchas. Entonces tomas consciencia de esa vida oculta al ras: hormigas, escarabajos, saltamontes, babosas, arañas, pequeños sapos, salamandras, escalaguerzos, lagartijas. Un poco más abajo, toda una red de galerías excavadas por los topos y algún ratón de campo. Cuánta vida. La intuyo, pero no la veo. Ni la escucho. Oír se oyen los pájaros, que gritan desbocados mientras van de un lado para otro. Raitanes, pegas, mirlos, ferres… La juerga aérea pone la banda sonora mientras en el suelo y en el subsuelo la fauna está a lo suyo. Entre unos y otros, ahí estoy yo, tumbado, con los ojos cerrados para asimilarlo todo mejor, mientras giro en la boca el tallo de un diente de león.