Los gijoneses somos protestones. Tenemos el inconformismo metido en el ADN. Lo demostramos a diario. Si llueve, si está nublado, si hace frío; clamamos por el sol, suspiramos por él. Pero hete aquí que el sol llega, se presenta esplendoroso como esta semana y reina en San Lorenzo casi como en Andalucía. Entonces tenemos calor. “Ay fíu, ¡qué calor! ¡Así no se puede trabayar!”. Lo oyes en la panadería, en los semáforos, en el despacho de loterías. “¡Hace demasiado calor!”. ¿En qué quedamos? Ahora que estamos en abril, ¿pedimos 18 grados a la sombra y una leve brisa? ¿O qué? A falta de climatizador ambiental (que acabará habiendo), la peña la verdad no sé qué quiere. Acertar con el gusto del gijonés y gijonesa (suelen ser más quejosas ellas) es algo digno de estudios de física cuántica. Y siempre, siempre habrá queja.
La cosa llega a cotas de delirio en verano. Por norma, en Gijón hay entre 18 y 21 grados todos los días; a veces hace sol y a veces se nubla y llueve bien poco, unas condiciones que permiten hacer absolutamente de todo: caminar, hacer deporte, bañarse en la playa, lo que sea. Lo único que no está garantizado es la temperatura óptima par tumbarse en la toalla y ahí vienen las críticas aceradas. Amanece nublado en Gijón y comienza el cri-cri-cri-cri de sus habitantes, cual cigarras cabreadas. Se quejan. Piden sol. Pero les das sol y 22 grados. Y “buf, hace un calor que no se puede aguantar”.
No os quejéis, joder. Disfrutar, que son cuatro días y tres ya sabéis que va a estar nublado. Pues eso. Con sol se puede hacer de todo; con nubes, más todavía; y con lluvia, a trabajar, a leer, al cine (si hay algo) y al facebú, ese invento maligno que va sorbiendo el cerebro al humano hasta dejarlo sin pies para qué os quiero. Abrir las ventanas y, sorpresa, disfrutar de lo que haya. Que todo tiene su punto. Y final.