Hay una película, no recuerdo su nombre, en la que te cuentan la vida de un número uno de los maratones. El protagonista, evidentemente joven, tiene un entrenador de esos de pelo blanco y tez curtida que lo exprime hasta hacer de él un campeón. Hay una escena repetida en la que el prota sube una colina extenuado a rebufo del canoso, que va pletórico. La pregunta es evidente: ¿Por qué no compite el viejo si le da mil vueltas al joven?
Este ejemplo trasladado a los catorce ochomiles cobra especial clarividencia: allá van nuestros montañeros más ilustres en busca de gloria; y allí están unos tipos chaparretos, llamados sherpas, que cargan con mochilas kilométricas, les guían y les llevan hasta la misma cumbre. Luego vienen las peleas: yo hice los 14 ochomiles antes que tú, a los tuyos les falta una foto (como le escuché decir a Juanito Oyarzábal en el Teatro Jovellanos antes intentar vender su libro), “la coreana no sé qué”…. Uff. ¡Qué contrasentido con la montaña, que está ahí, noble, quieta, descomunal y ajena a tanto mal rollito. Todo menos hablar de los sherpas, menos sacarlos a ellos en los titulares de los periódicos. Vuelve un montañero de coronar un ochomil, toda una proeza, cierto es, y el sherpa que lo subió repite, tripite, cuatripite sin que se sepa siquiera su nombre.
Cuando murió Toño Calafat en el Annapurna, abril de 2010, resonó la voz airada de Juanito diciendo que había ofrecido a un sherpa 6.000 euros por ir a buscarlo y éste se negó. ¿Por qué no fue él? ¿Vale menos la vida del sherpa? Uffff. En esto de los ochomiles, pese a la magnitud real de la empresa, la aclimatación, la escalada, la fibra de vidrio y el marketing, hay demasiado porteador anónimo. Un servidor, con una juventud algo deportiva, picoteando aquí y allá en fútbol, tenis, monte, esquí, se plantó ante el Volcán Misti, en Arequipa, Perú, en febrero de 2000. Y subió hasta 5.822 metros con las mismas botas y la misma ropa con la que sale a la senda fluvial del Piles. Lo digo para desmitificar un poco el tema. Llegué arriba jodido por la escasez de oxígeno, lo cual provocaba continuas taquicardias. Pero fueron dos jornadas de ascenso alucinantes, bellísimas; con Arequipa iluminada bajo las nubes; con el cráter del volcán reinando silencioso; con calor abajo y nieve arriba. La experiencia fue irrepetible, sin llegar evidentemente a las cotas de los ochomiles ni a estar colgado de una cuerda. Solo que el sherpa (que también llevábamos) volvió al día siguiente.