Sales al Muro y te llenas de vida. La arena, el mar, el viento, la peña del jubilao… Es como tomar bocados frescos con cuchillo y tenedor, masticarlos y llenar los pulmones de oxígeno. Ummm. Rico, rico. Sales al Muro y te llenas también de recuerdos. De repente, en el Náutico, emerge un parque móvil hinchable, lleno de calles y de monitores, por donde circulan niños en coches de pedales. ¿De pedales? Miento. “Coches eléctricos, caballero”, me corrige uno de los organizadores poco antes de tomar una fotografía a los escolares. Audis eléctricos para niños; ahí es nada. Ahí van ellos, con casco incluido, recibiendo una clase práctica de circulación.
Entonces viajo en el tiempo hasta el parque Isabel la Católica, exactamente al otro lado de la playa. En los años 70, allí había coches de pedales. Tenían un tamaño similar a estos Audis modernos, pero de aquélla vete tú a saber: serían un 1.500, un 850, un 600… Cosas así. Para mí y para mi hermano mayor no había mayor gloria que ir el domingo al parque y competir. Allí nadie hablaba de circulación responsable ni te ponían casco. Pedaleabas hasta morir con el objetivo de ganar a los demás niños. No recuerdo si gané alguna carrera, más bien creo que no. Pero sí recuerdo que los preparativos superaban con creces los de Ferrari. El lunes, el martes, el miércoles; todos los días, al ir a la cama, mi hermano y yo entrábamos en boxes. Tumbado uno frente a otro, en la oscuridad, ideábamos formas de ganar. Se hacía un silencio y uno de los dos soltaba: “Por ejemplo, antes de empezar, ponemos unas piedras en tal curva, nosotros las esquivamos y los demás se chocan”. Al poco, el otro replicaba: “Por ejemplo, aflojamos los tornillos de las ruedas de los demás o, no, mejor les ponemos chicles”. “Por ejemplo…”. “Por ejemplo…”. Así hasta que nos entraba el sueño, agotada la inspiración. Entonces mi hermano sacaba los galones del mayor (si yo tenía 5, él tenía 7) e iniciaba un curso nocturno de señales de tráfico y sus significados. En realidad, no debía de tener ni puta idea. Pero él ejercía y mientras iba desgranando unas y otras yo me quedaba dormido como un ceporro. Sólo entonces, en el mundo de los sueños, alcanzaba a llegar victorioso a la meta.