Uno visualiza a Robert Redford y Merryl Streep sobrevolando la sabana africana con esa maravillosa música de fondo. Pasean sobre África en una avioneta, divisan su fauna y sus acacias, se sonríen, se quieren. La música sube de volumen, la puesta de sol se acerca y emprenden el regreso tras una larga recreación. Quizá sea el momento culminante de la película, un clímax dificilmente superable: dos actores guapos, el amor, el paisaje deslumbrante y la aventura. Quién da más. Solo que la misma avioneta con la que alcanzan el éxtasis causará la tragedia al final del film, dejando sola a Merryl Streep y a los espectadores llorando a moco tendido.
Volar es un claro síntoma de libertad, de subidón. Transmite la sensación de dominar el mundo, de domesticarlo al gusto de quien pilota, acercándose y alejándose a su antojo de cada fragmento de tierra, de cada accidente geográfico. Pero esta descarga de adrenalina, claro está, tiene una cuota de riesgo, muy baja estadísticamente, pero muy alta en sus consecuencias: un trompazo en avioneta es la muerte. Así iban cinco polacos y un alemán en tres aparatos el pasado lunes; dos se estrellaron cuando querían aterrizar en el aeropuerto de Asturias y el resultado no podía ser otro: cuatro muertos.
Un servidor nunca montó en avioneta; pero sí en un pequeño avión polaco, de apenas veinte plazas, para ir de La Habana a Cayo Largo en 1992. Era de la II Guerra Mundial, decían, y de aquélla yo tenía un terrorífico miedo a volar. Calentó motores y cuando corría por la pista de despegue, la zona de pasajeros se llenó de un humo blanco que interpreté como fuego, pero resultó ser sólo un singular aire acondicionado. Apreté las piernas y el culo contra el asiento, el aparato despegó y a la media hora estaba sano y salvo en Cayo Largo, recibido en un aeropuerto ‘de paja’ a ritmo de salsa. Ufff. De vuelta a España, al cabo de un par de semanas, leo en la prensa: “Siete turistas españoles ilesos al caer un avión entre La Habana y Cayo Largo”. Ufffffffff. Qué terror. Había caído al mar y habían sobrevivido, todo un milagro. La tragedia de los cuatro polacos en Asturias me ha recordado esta experiencia con la aviación de ese país; mis miedos de entonces y los de ahora, pues no acabo de asimilar que ese montón de chatarra que conforma un avión pueda despegar las ruedas del suelo. El sonido, además, no acompaña. Le cuesta. Ves que está haciendo un esfuerzo de cojones y lo curioso es que siempre, o casi siempre, sale bien. Por eso me sigo subiendo.
De hecho, cuatro años después de la experiencia cubana volví al mismo lugar de los hechos, pensando que estaba curtido ya con los polacos. Pero hete aquí que había overbooking en los aviones mundialistas y pidieron siete voluntarios para hacer el trayecto en helicóptero. Yo casi hago aguas en ese momento: ¿Dónde está la muerte?, me preguntaba mirando a izquierda y derecha. A un lado, un avión polaco. Al otro, un helicóptero sin puerta de una compañía autóctona llamada Aerogaviota. Mi amigo y yo montamos en Aerogaviota. Él, intrépido, se sentó junto a la puerta sin puerta, para ver el espectáculo sin mediación de ventana; eso sí, con cinturón de seguridad, y yo un poco más allá. Despegamos, tomamos altura en vertical y dio comienzo un plácido vuelo, disfrutando el deslumbrante Caribe transparente con sus islotes verdes, todo ello a no mucha altura. Del terror pasé a gozar la situación y acabé sentado junto a la puerta sin puerta, contemplando ensimismado el agua cristalina, con una sensación de Miguel de la Cuadra inolvidable.
Hace dos años volvi a subirme a un helicóptero. Esta vez, en el Gran Cañón, con la compañía Maverick. Por fuera era todo acristalado y me tocó ir en el asiento delantero, junto al piloto, con una vista brutal ‘ojo de pez’. Subimos, tomamos rumbo a la grieta y al llegar a ella, muy al ras, el piloto dejó caer la nave contra el río Colorado mientras resonaba por los auriculares la música ‘Asi hablo Zaratustra’, de Strauss. El vértigo fue brutal. Y la gozada también. Una de las mejores vistas que tengo grabada en la memoria. Si le da por caer, sería un buen final, pensé (cagado de miedo y de emoción).