77 años le adornan. Y ahí está. Con ese aspecto de guindilla. Con pendientucu y melena blanca como la nive. Un poco perillán. Afilado. Consumido. Pero magistral en su música, en su puesta en escena, en sus tablas sobre el escenario. Anoche no pude ir al Niemeyer a ver a John Mayall. Rabié cuando me enteré de la cita y de que trabajaba. Sin embargo, me quedo con el recuerdo de hace tres años, cuando pude disfrutar de uno de los mejores conciertos de mi vida en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo. Entonces tocó con The Bluesbreakers, el complemento perfecto a su talento. Él era el líder y ellos ponían la energía, el chorro de música. El resultado fue perfecto y el público se entregó desde el minuto uno.
Al llegar al auditorio mi imagen de John Mayall era la de las portadas de los discos de los años sesenta. Joven, rubio, con larga melena y perilla, algo así como Bion Borg, el tenista sueco, pero en versión alternativu. Antes de entrar al concierto, vi un cartel con el título de su último disco (‘In the palace of the king’) y el precio: 15 euros. Había un tipo sentado con una pequeña mesa delante y una cola. Debe de ser uno del grupo, apunté. Me animé a comprarlo y según avanzaba hacia aquel singular sujeto, caí de la burra: ¡Hostia, si es John Mayall! El auténtico John Mayall, el mítico John Mayall estaba vendiendo y firmando su disco. Él te cogía la pasta y él te daba el cambio, algo un tanto mundano para un dios del rock an roll. O es un enrollao del quince o es que le van mal las cosas y no le llega para darle la paga a los nietos, pensé. El caso es que llegué ante John Mayall y le pedí dos discos, uno para mí y otro para mi hermano mayor, que también le tiene querencia. Le doy 50 euros a John Mayall y me devuelve 20 y dos cedés en los que estampa su autógrafo. Además de su música relajante, desvariante, incitante; no sé si es blues o rock o folk, o todo junto; qué cara de majo tiene.
Aquel concierto fue memorable, irrepetible y se quedó instalado en mi cerebro para siempre. Así es que hoy ando por el prau recogiendo ciruelas y resuena de fondo ese disco irrepetible llamado ‘The turning point’ a todo volumen. Y yo olvido a ratos las ciruelas y los quehaceres y me zarandeo de acá para allá, evadiéndome de mí mismo, con John Mayall lanzándome descargas eléctricas por todo el cuerpo.