El 3 de julio de 1971 moría Jim Morrison en París. Su novia, Pam, le encontró fiambre en la bañera de un hotel. Tenía 27 años, se había metido de todo, menos zumo de naranja, y seguía los pasos, como él mismo aventuró, de Jimi Hendrix y Janis Joplin, quienes también con 27 años la habían palmado en septiembre y octubre de 1970 por meterse tanta caña como él. Cuarenta años después, Jim Morrison, el alma de The Doors, sigue vivito y coleante musicalmente hablando. Si el sonido de algunos históricos ha envejecido mal (Supertramp, Alan Parsons, Mike Oldfield, Jethro Tull e incluso, lamento decirlo, Bowie), el sonido de The Doors sigue vigente como un torrente. Es vital, provocador, duro, distinto, paranoide, embriagador, original, misterioso, envolvente, cálido, cañero, rotundo, desfasante y rematadamente inigualable.
Anoche, mientras zapeaba en la habitación de un hotel, topé con la película/documental de Tom Dicillo ‘When your are strange’ dedicada en 2009 a The Doors. No había conseguido verla y repasé las grandes imágenes de los conciertos, con Morrison tirado por el suelo, retorcido, totalmente drogado y la policía montando guardia a su alrededor, poco antes de llevárselo detenido. Grandes imágenes que llevó a su culmen Oliver Stone en 1991 cuando rodó la película biográfica de Jim Morrison en la que ofrece una auténtica sobredosis de The Doors. La película es en sí misma un megaconcierto y el relato de los cuatro grandes años del grupo, entre 1967 y 1971, es antológico.
A Morrison lo enterraron en el cementerio parisino Peré Lachaise, donde ya reposaban los huesos de Oscar Wilde, Balzac, Bizet, Chopin, Edith Piaf y un largo etcétera. Allá se fue el provocador Jim Morrison, a poner la nota rebelde. Y allá me fui yo, en un periplo parisino, en diciembre de 1991. Habían pasado entonces veinte años de su muerte y la tumba de Jim Morrison tenía la mayor congregación de todo el cementerio en aquella gélida mañana. Estaba llena de pintadas, dedicatorias y retratos. Una docena de fans la rodeaban, mientras un radiocasette de los de entonces, apoyado sobre una mole de granito, ponía la banda sonora inevitable, con las pilas en sus últimos estertores: ‘Come on baby light my fire…’. Los congregados se pasaban botellas de vino y cerveza, que bebían a morro. Entonces llegó el momento culminante. Uno de ellos echó un largo trago, soltó un rutio y derramó los posos de la litrona sobre la tumba de Jim, a quien imaginé abriendo la boca en ese preciso instante para que no se perdiera ni una gota del preciado líquido.