Noche del miércoles. 23.45 horas. Aparco la moto junto a la rotonda de ‘Hacia la luz’ y enfilo la Semana Negra. La primera impresión es positiva. Una sucesión de cucuruchos blancos conforma el entoldado. Tal parece la Corte del Rey Arturo o la acampada de un jeque árabe. Detrás, majestuosa, la noria; girando como un sol o una luna que marca el tiempo de todo lo demás. El primer olor al franquear la entrada es inconfundible: gofres. O sea, una revoltura de estómago. Luego se combinarán con pulpo hervido y chorizos criollos. Voy a la carrera hasta la gran plaza del escenario, pues se está acabando el concierto de los Berrones. Hay mucha gente. Suenan bien, bablean bien y sus letras tienen coña: ‘Vagu sempiternu’, ‘Tienesme aplomau’, ‘Ente les fabes’, ‘A cabruñar’… Cuando cantan ‘Villa maravilla’, algo mas cutre, decido hacer un alto y llamar a dos amigos que andan por ahí. Quedamos en el Mikes para cenar algo. Una micro-hamburguesa y una cerveza, 5,60. Nos sentamos en una mesa y experimentamos el primer horror sonoro de la Semana Negra: por una oreja nos entra la canción de propina que están dando los Berrones y por la otra un sonido disco infernal de un chiringuito.
Hacemos entonces una fugaz pasada por la zona cultural. Una exposición fotográfica y otra de comics (de Valentina) ofrecen una puesta en escena lamentable. Lo mismo que si te tiraran una copa, te cuelgan unas fotos. Entramos a un chiringuito, pedimos un mojito e intentamos hablar. Imposible. Hay que pegar la boca de uno en la oreja del otro y aún así resulta difícil que no se entrecorten las palabras. ¿Damos una vuelta?, propongo. Desde la calle se ven dos gogós en otro chiringo dándolo todo encima de la barra. La clientela es netamente masculina. Hacemos un intento más: La Bodeguita del Medio. Allí me tomo el segundo mojito, con el que te regalan un ridículo sombrero rojo. La gente baila animada, sombrero incluido; pero el ruido es ensordecedor, una vez más. Tras simular unos pasos de baile, decido huir, dejando a mis colegas algo más animados que yo. Son las dos de la mañana y las calles de la Semana Negra rebosan plásticos y desechos, los rincones de las carpas huelen a pis y escucho a alguien mencionar a Gotor, dice algo así como “joder, como para no vallar la universidad”. Una vez en Albert Einstein yo mismo he de infringir las normas y buscar un discreto rincón para evacuar, pues tengo los baños lejos; bueno no sé ni dónde están y de repente me doy cuenta de que no puedo más. En apenas dos horas, he gastado más de 20 euros y me he quedado sordo. Esta cantidad multiplicada por ese millón de visitantes del que hablan da para muchos billetes de quinientos, pienso, mientras recuerdo la imagen de Taibo arengando a unos jóvenes en la carpa de Encuentros.
Llegar a casa es como entrar a un oasis. Un sandwich y un vaso de leche parecen una cena de lujo asiático. Con tanta polémica a cuestas, quería comprobar in person los biorritmos de la Semana Negra junto al campus. Y me queda claro que ya no son los míos. ¿Por qué vamos entonces? Pues por salir de la rutina, supongo. Por cambiar el guión. Entonces me acuesto. La Semana Negra esta aproximadamente a un kilómetro de mi dormitorio en línea recta y su tachun-tachun se oye perfectamente, eso sí, amortiguado por la distancia. Con esa singular nana y un insoportable pitido en los oídos me adormezco poco a poco. La pesadilla ha terminado.