(Los árboles del mi prau y los del vecín 4)
Nací en 1980, hace ya 30 años. Y mido, ¿adivinan? pues casi 30 metros. Pocos árboles pueden presumir de este descomunal desarrollo. Tengo un hermano, un año menor, a apenas diez pasos de mí. Entre ambos escoltamos una hermosa finca poblada de robles, acebos y castaños. Soy un álamo. No tenemos los de mi especie demasiada consideración. No encabezamos rankings de maderas nobles ni se admira como debe nuestra esbeltez. Pero eso pasa ahí abajo, en la jerga de los humanos. Por las alturas, gozamos de inmejorables vistas, sobresalimos sobre la gran mayoría de las especies que nos rodean y recibimos a diario la visita de las aves rapaces más colosales del espacio aéreo: águilas y azores. Y también urracas, cuervos y otras migratorias. El viento apenas inmuta nuestro fornido tronco aunque sí agita con fuerza el ramaje, dándonos una ventilación refrescante.
Desde nuestra atalaya, en San Miguel de Arroes, mi hermano y yo podemos ver a lo lejos a nuestro padre. Aflora desde una hondonada y preside la masa arbórea tanto del fondo del valle como de sus laderas. Hace 30 años un labriego le cortó dos ramas y con ellas alumbró su descendencia en esta finca. Pero mi primer hermano se frustró y al año siguiente, en un nuevo intento, pudo conseguir la pareja. Dos álamos para presidir e imponer respeto. Ahora, en agosto, estamos en nuestro esplendor. La temperatura es buena, el aire fresco y la vida plena. A nuestro alrededor resuenan a diario aguiluchos y ferres, diviso con frecuencia una pareja de corzos, una madre y su cría, veo pasar al raposo y ecucho, lejano, al cuco, que hace tiempo no me visita. Sólo añoro las ardillas, que otros veranos alegraban esta finca y las aledañas. Quizás un accidente… Es la ley de la naturaleza: sólo resistimos los mejores.
De tanto reinar, recibo con agrado la llegada del invierno. Arrojo las hojas, dando abono a estas tierras, y me voy sumergiendo en una dormidera plácida. Tal es así que acabo por perder el sentido por completo, como el oso en su cueva, sólo que a mí no me importa seguir en esta intemperie recibiendo el frío, la lluvia, y a veces también la nieve. Cuando lo recupero, meses después, no tengo reparos en empezar mi historia otra vez. Me pongo los galones y abro mis brazos, desperezándome, para que la savia de la vida corra de nuevo por todo mi ser. Comienzo a escuchar los pájaros. Me recubro presto de una frondosa manta verde. Y doy un golpe de mando en esta tierra llena de vida. Y de álamos.