(los árboles del mi prau y los del vecín 5)
Desde la cama se enmarca en las contraventanas un naranjo joven y frondoso. Le rodea más vegetación y, en las esquinas de mi haz de luz, también puedo ver dos trozos de cielo. Sopla una ligera brisa que agita las ramas por momentos y la temperatura avanza desde los 15 grados nocturnos a los frescos 19 de mediados de agosto. De cuando en cuando se posa un pájaro en el naranjo, pía alegremente, ajeno a su complaciente observador, y se va. ¡Quién fuera naranjo!, pienso tras dar mi enésimo giro en torno a la almohada.
Tengo muy pocas ganas de levantarme y me dedico a mirar, a husmear el naranjo. Me recreo en su forma, en sus pequeñas hojas afiladas, en el movimiento del aire que cosquillea todo su ser, en las tres naranjas que lo adornan en esta época del año (tras haber parido la última vez más de doscientas) y en las visitas ocasionales de petirrojos y gorriones. También lo habitan hormigas que suben y bajan, dándole al naranjo plena consciencia de su piel lisa y recordándole la existencia de recovecos a veces olvidados.
¡Quién fuera naranjo!, pienso. Y me viene al momento el olor de su eclosión primaveral, con el azahar provocando estallidos de vida a cuanto lo rodea, enloqueciendo abejas, agudizando el cantar de los pájaros más cercanos y provocando oleadas de adjetivos entre los humanos. Pero pasa su eclosión y el naranjo sigue; primero con frutos, luego (casi) sin ellos y siempre bañado de sus hojas puntiagudas; todo el año, llueva o haga sol. Se queda todo seco en la pradera y él ahí sigue, con su verde alegre incluso, como en 2009, con una nevada de cinco centímetros a su alrededor.
¡Quién fuera naranjo!, pienso. Qué vida más plácida. Cuántas satisfacciones. Qué alegres visitas. Cuánta paz. Y qué pocas lamentaciones. ¡Quién fuera naranjo!, pienso. Y le doy la vuelta a la almohada y vuelvo a sumergirme en mis ensoñaciones.