Queridos padres claretianos: Cumplidos once años por encima de la edad de Cristo he alcanzado mi karma personal, me siento más allá del bien y del mal en algunas cuestiones y, fruto de todo ello, he decidido perdonaros. Este generoso indulto, impropio de los tiempos que corren en la enseñanza, donde tocan un pelo a un niño y se arma la de coller, abarca la larga lista de mamporros sufridos desde 5º de EGB hasta 1º de BUP; cinco años en los que recibí reglazos en la mano y en el culo, tirones de patillas, bofetadas a mano abierta e incluso, en un alarde sinigual de elasticidad, inserción de rodilla en los güevos para propulsarme hacia el hiperespacio al tiempo que me tiraban del pelo a dos manos. Fui malo, padres; provoqué, malicié, conspiré; recorrí todo el abanico posible de travesuras entre los 10 y los 14 años y contra ellas recibí toda la madera del mundo, aparte de un sinfín de castigos: dos días para casa, un mes de estudio de ocho a nueve de la mañana, expulsado al pasillo, expulsado a un cuartucho… Sin embargo, acabé siendo bueno. Tras coleccionar todos los cates del mundo en el Codema y en el Jovellanos, adonde me autoexilié, pero no repetir un curso, llegué a la carrera fresco como una lechuga y saqué unas notas de vértigo. ¿Sería acaso un fruto divino y tardío? Quizá no.
En aquel colegio donde tanto me divertí y donde tantas horas de fútbol jugué, comenzó a forjarse un sólido alejamiento de ese ser supremo en el que nadie realmente cree (algunos a lo sumo quieren creer). Viendo de cerca a sus interlocutores, uno no podía sino dudar de la magna empresa celestial a la que representaban. Que un cura fuese a clase con la goma de la bombona de butano para impartir justicia no parece muy edificante. O que otro viviera vara en mano las 24 horas del día (lo imagino durmiendo, cual conde drácula, con ella entre las manos) para azuzar a los infantes, tampoco. No les iban a la zaga los seglares, que se sumaban prestos a la competición por ver quién daba el mejor crochet de derecha. La mayor paliza que recuerdo me la propinó uno de ellos, un profesor de Lengua que en aquel entonces era novio de una profesora de Matemáticas. Los dos nos daban clase y no debían tener más de veintipico años. Un día esperábamos cuatro amigos el autobús enfrente del colegio. Entonces pasaron ambos en un Seat 127 y, en un impulso simultáneo, alzamos todos los brazos diciendo adiós. Tamaña ofensa tuvo su justo castigo a la mañana siguiente.
Antes de iniciar la clase, el profesor de Lengua pronunció solemne nuestros nombres y apellidos, uno por uno. Primer nombre y primera orden: salga. Una vez fuera, oímos nítidamente un tortazo. Segundo nombre. Otro tortazo. Tercer nombre. Otro tortazo. Y cuarto nombre; el mío. El caso es que debí de saludar con más énfasis que los otros porque el tortazo se tornó en paliza. ‘Salga’. Salgo. ‘Camine’. Camino. De repente, un tremendo bofetón recibido desde detrás me hace girar sobre mí mismo hacia el magno profesor. Entonces me empieza a dar tortas en la cara mientras lanza unas proclamas a la buena educación (o sea, la suya), pasa de las tortas a agarrarme de las patillas e intentar levantarme del suelo tirando de ellas. No puede. Entonces llega la inserción de rodilla en los güevos y un tironcillo hacia arriba para elevarme hacia Cristo; y un tortazo final de remate. Al entrar en clase, me senté rojo como un tomate y lloré. Tenía 11 años. Era la primera vez que lloraba en público en aquel colegio; no de dolor, sino de rabia. Hoy recuerdo aquello con distancia; pienso que se ha pasado del ying al yang. A mí me tocó ying; a ellos les toca ahora yang.