Un tiburón se dirige recto hacia mí. Estoy en medio del agua, rodeado de una casa flotante que sólo tiene dos paredes laterales y un tejado. En su cara interior hay unas estructuras de hierro sobre las que reposan barcas motoras en tres o cuatro pisos sucesivos. Yo estoy en medio de todo ello y la aleta del tiburón viene directa hacia mí. Está a punto de flanquear la inexistente fachada de la casa y cuando me dé caza saldrá sin inmutarse por la inexistente pared trasera. Unas boyas rojas inmensas sostienen la construcción a flote. En ese momento ignoro la distancia de la costa. Sólo sé que estoy ahí, indefenso, ante un tiburón blanco que se acerca cada vez más. Será quizás un instante si la mordedura es mortal. Yo que quería morir entregado a las garras de un oso pardo y me hallo en la fría mar, expuesto al animal que más pánico me produce. No puede ser. Pero es. Así que miro a mi alrededor buscando una vía de salvación. Unas vigas dan uniformidad a la casa, de una pared a otra, con ramificaciones hacia el tejado, pero están a unos cinco metros del nivel del mar; inalcanzables. Giro la cabeza a izquierda y derecha. Es demasiado tarde, creo, para nadar lateralmente y escapar. Pueden ser cinco metros los que me separan de la vida y la muerte. La aleta avanza.
Entonces me desprendo del chaleco salvavidas, casi sin querer, fruto de mi chapoteo continuo, y me sumerjo sin saber por qué he tomado esa decisión. Tras unas brazadas nerviosas estoy de repente de pie sobre un fondo marino de apenas diez metros de profundidad, suficientes para ver al tiburón, saliendo ya por la inexistente puerta de atrás de la casa enredado con el chaleco, mordisqueándolo con un furor aterrador. Salvado in extremis, me doy cuenta de que puedo respirar bajo el agua y también nadar como un pez, ondulando mi cuerpo, girándolo hacia arriba y abajo. Sigo unos metros al tiburón, que se aleja enrabietado y salgo a la superficie, donde me golpeo en el ojo derecho con el borde de un pantalán. Qué daño. Pero peor hubiera sido el bocado del tiburón. Me subo a la estructura de madera flotante y me dejo ir a la deriva, saliendo de la casa, mientras recibo el calor de los rayos del sol. El cuerpo seca poco a poco; y el ojo se hincha poco a poco. ¿Me habré convertido en un hombre-pez? ¿O sería sólo un truco para salvar el peligro? Con esas divagaciones llego a tierra firme.
Es hora de levantarse, pero un fuerte dolor de cabeza empuja en dirección contraria. Desde el camastro, veo media cabaña. ¿Y la otra media? Tengo que girarme entero para divisarla. Me cuesta entender la situación. Hasta que caigo en la cuenta de que tengo un ojo totalmente cerrado. Me lo toco y el hinchazón del párpado forma un curioso globo que me impide abrir siquiera una pequeña grieta. No tengo hielo, ni medicinas, ni sé tampoco por qué estoy así. ¿Acaso el pantalán? Quizá. Me propongo bajar al río para asearme. Sin embargo, presiento que no estoy solo. Acerco la cabeza a la ventana y veo que la cabaña está rodeada de un centenar de vacas. Mugen como demonias, como si estuvieran en celo y están tan apretadas que apenas puedo abrir la puerta.