Toc. Toc. Se abre la puerta. “Dime”. “No nada, que si se puede tomar una copa”. “Lo siento, ya está cerrado”. Y se cierra la puerta del pub, con gente dentro, con música, pero con la puerta chapada para nuevos noctámbulos. Pasan unos segundos y los dos aspirantes invierten los papeles; el que había llamado antes se rezaga y el otro, antes prudentemente rezagado, toma la iniciativa para hacer gala de su tirón, de su glamour; vamos, de su fama. Joaquín Sabina llama de nuevo a la puerta del Escocia, del viejo y añorado Escocia de la cuesta de Cimadevilla. Toc. Toc. Se abre la puerta otra vez. Y escucha de nuevo lo mismo: “Dime”. “No nada, que si se puede tomar una copa”. Sólo que esta vez quien lo dice es el mismísimo Sabina, héroe musical hispano, icono del ripio ingenioso, crápula simpático, voz quebrada que conquista Gijón en cada visita. Sin embargo, algo falla, porque la respuesta, pese a reconocer al ídolo, o más bien precisamente porque lo reconoce, vuelve a ser la misma; o parecida: “Ya le dije al tu amigu que está cerrado”. Y Sabina recibe un portazo en las narices que le obliga a irse con la música a otra parte, extrañado eso sí de la rudeza de estos playos y playas.
La autora del portazo, apodada cariñosamente Manzanita, ha contado esta historia una y mil veces. Ocurrió hace una ristra de años y sólo tuvo una única motivación. Manzanita no soporta a Sabina. Sus razones tiene, que no vienen al caso, aunque están relacionadas con la falsa autoría de una canción. Sólo le faltó añadirle al jienense: “Oye, como te digo una co te digo la o”. Y darse una media vuelta bailando antes de arrimar la puerta hasta hacer clac con el pestillo. Sabina no tomó entonces su copazo en el Escocia, pero sí debió tener tiempo suficiente para colar por la hoja de la puerta una bocanada de su pútrido aliento, con sus bacterias, su aluminosis de calcio, sus males hepáticos y una legión de microorganismos de todas las malas hierbas del mundo mundial. Pasó el tiempo, su malograda visita fue objeto de chanzas y el edificio empezó a pudrir. Así, literalmente. De aquel mal de ojo, o de aliento, llegó de repente, hace un par de años, un incontenible desmoronamiento que afectó a paredes y tejados; y obligó a chapar el edificio entero, sin remisión. Ahora, por las noches, los gijoneses deambulamos por las calles “más tristes que un torero”, pensando lo bueno que hubiera sido haber tomado aquella copa con Sabina.