En mi primer viaje espacial a las aulas del Codema rememoré reglazos, tirones de pelo, tortazos a mano abierta, un épico rodillazo en los güevos y toda una suerte de castigos. Aquellas agresiones sufridas entre los 10 y los 15 años, dije entonces, no serían objeto de pleito. No habían erosionado mi mente, aunque sí (lo reconozco) alimentaron un cierto anticlericalismo. Y eso que pasarte la mañana poniendo la mano en el suelo de azulejo para enfriarla por el reglazo que te había dado el Pirripi no resultaba muy edificante. Se te quedaba roja e hinchada y tenías que refrescarla como podías.
Aquellos curas nos llevaron un fin de semana de ejercicios espirituales a la casa del Bibio, ésa que ahora hablan de convertir en hotel. La jornada del sábado fue tortuosa, algo así como estar en misa en sesión continua. Así que cuando nos fuimos a acostar aquella clase de 1º de BUP, en habitaciones de dos camas, había cierta gana de juerga. Necesitabamos desahogar un poco. Mi maldad consistió en ir imitando profesores, uno por uno, para que mi compañero de habitación los adivinara. Cuando éste había hecho un pleno al quince, tras una hora partiéndonos de risa, se abrió la puerta de repente e irrumpió el profesor de Religión: “¡Todo lo que acabas de decir podría ser objeto de una expulsión!”, me dijo fuera de sí. Yo, pese a mis 14 tacos, le repliqué: “¿No le da vergüenza andar escuchando detrás de las puertas?”. Él farfulló algo más y se fue de un portazo.
El lunes volvimos al colegio. Yo esperaba mi enésimo castigo, pero esta vez no llegó. El señor cura quizás había reflexionado que la denuncia le iba a dejar un tanto mal parado. Sin embargo, al cabo de las semanas, cuando tocaba rellenar un impreso por el cual solicitabas continuar en el colegio el curso siguiente, me llamó a un aparte y me dijo: “Quizás nuestro modelo educativo no encaje contigo. Igual estarías mejor en un colegio público…”. No necesitó seguir. Sin haberle consultado a mi padre, arriesgándome a la bronca del siglo, le corté en seco: “Por supuesto, no se preocupe, que no voy a firmar el papel”. El cura se salió con la suya y yo, también.