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Adrián Ausín

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Indios y vaqueros

El primer juguete de mi memoria fue un ‘yipi’. Así llamaba a unos pequeños Land Rover de plástico que costaban 5 pesetas. Cada domingo, con la paga, bajaba al quiosco y compraba un ‘yipi’. Cabezón como era, repetía la mecánica domingo tras domingo, sin variar la compra, hasta que me hice con todo un parque móvil de ‘yipis’. Después llegó el camión, también de plástico, pero de talla grande. Eso ya eran palabras mayores y sólo renovaba el camión en el cumpleaños y en reyes. Le ataba una cuerda y, en los veraneos en Riaño (León), lo cargaba de piedras y circulaba con él por las calles como quien se acompaña de su perro. Sólo que al subir una acera o realizar una maniobra peligrosa el camión volcaba, el cargamento caía y mis cagamentos resonaban en todo el pueblo para gran satisfacción de mi padre, a quien le divertía mucho oírme jurar.

De aquella primera infancia pasé a juegos colectivos con mi hermano mayor. El primero, indios y vaqueros. Seguíamos en la versión de plástico, invirtiendo nuestras pagas en el quiosco de debajo de casa. Él compraba vaqueros y yo, indios. Nuestros ejércitos ascendían a una treintena de efectivos cada uno. Los desplegábamos por la sala de estar, en estanterías, rincones, sobre la tele, en el alféizar de la ventana… Y comenzaba la batalla. Él decía bang bang, te meté ese. Yo replicaba fliaks fliaks, o sea un flechazo, con mi apostilla: te maté aquel. En un momento dado, se destaba el conflicto. No me lo mataste, desde ahí no me puedes dar. La cosa acababa como una romería en Peón.

La canica vino a resolver aquellos problemas de puntería visual. Cambiamos indios y vaqueros por auténticos ejércitos de microsoldados. Venían en un sobre-sorpresa unidos a una barra de plástico por su cabeza y había que ir quitándolos de uno en uno. Aquellas guerras duraban una mañana entera. Yo colocaba mi ejército a un lado del pasillo y él al otro, protegidos los soldados con algunas piezas sueltas del Exin Castillos. Entonces uno lanzaba su canica; luego el otro y así hasta que, dos horas después, tras paradas para retirar muertos, a uno le quedaban cinco y a otro dos. Entre los finalistas siempre había soldados tumbados a los que era casi imposible dar la vuelta con la canica. Les acababas cogiendo un odio terrorífico.

Cuando crecimos otro poco las guerras pasaron a ser personales. El primer formato era hacer acopio de juguetes u objetos arrojables y parapetarnos a ambos lados del sofá de la sala de estar. Entonces comenzaba la batalla. A juguetazo limpio. El segundo formato fue el boxeo. En calzones, a hostia limpia. Él, dos años mayor, ganaba siempre. Pero cuando me tenía hecho un siete en el suelo decía: “Ahora te voy a hacer una inmovilización”. Había comprado un libro de yudo y estaba en fase de aprendizaje. Curiosamente la llave daba lugar a mi liberación inmediata e incluso a que quedase yo encima.

Pasaron los años. El duelo físico dejó paso al intelectual, que muchas veces acabó de nuevo en el físico. Mi padre nos enseñó a jugar al ajedrez. Mi hermano tenía 9 años y yo, 7. Lógicamente solía perder. Pero hete aquí que algunas veces mi defensa numantina acababa desquiciando a mi hermano y en un contrataque final le daba mate. En esas raras ocasiones, mi integridad se ponía en serio peligro. Nada más darle el mate, salía corriendo al pasillo sabedor que era perseguido por un perdedor fuera de sí y al llegar al salón, con un horrible cosquilleo en la espalda, iniciaba una carrera giratoria a la mesa hasta ser apresado y molido a palos. Pese al riesgo, seguíamos jugando. Con esa edad participamos en un torneo en Mercaplana y ganamos dos maravillosas copas. Él quedó cuarto y yo quinto.

Entonces llegaron los juegos a cuatro bandas, a los que accedieron también mis hermanas. El Cluedo, Vida Salvaje, el Monopoly, el Quimicefa, el CineExin, el Autocross. Y los Geiperman, los Madelman, Big-Jim, etc, etc, etc… Aún conservo, como un tesoro, un puñado de soldados de plástico de aquélla. En realidad, los tiene un sobrino, bajo serias amenazas de no perderlos. Cuando veo a los niños de hoy con las maquinitas, hipnotizados a todas horas por una pequeña pantalla, no puedo más que apiadarme de ellos. ¿Sabrán que aún se puede jugar a indios y vaqueros?

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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