Tenemos la piel de la espalda varias veces más gruesa que la del frontal. Este sencillo dato, según leí hace unos días, se debe a nuestro lejano pasado a cuatro patas, cuando el sol y las agresiones nos venían normalmente por detrás, o sea, de arriba abajo. De ser una ameba en una charca pasamos a andar a cuatro patas. Luego a dos. Entonces nos subimos a los árboles para que no nos comieran tan rápido. Éramos tan monos que empezamos a creérnoslo y empezamos a ganar cráneo y perder pelo. Eso nos decidió a dejar de hacer el ídem e instalarnos en las cuevas. La muyer quedaba en casa con los nenos y los fogones, mientras el home salía a por la manduca. Nunca estuvimos mejor organizados. Aquello funcionó. El único problema es que la esperanza de vida rondaba los 35 años aproximadamente. No sabíamos curar ninguna enfermedad y pillábamos muchos catarros. Por eso nadie hacía planes de pensiones, ni pedía un crédito cueva. Se vivía con lo puesto y se moría en cualquier parte, la mayor parte de las veces en pleno bosque, comido por un bicho más grande que tú.
De aquellos maravillosos años, a mi juicio muchísimo mejores que los de los Alcántara, pasamos a sufrir eso que hemos convenido en llamar la evolución. El hombre se hizo primero el rey de la selva y luego acabó por inventar una cosa llamada Wall Street y otra mucho más peligrosa llamada índice Nikkei. Y aquí estamos, echos unos auténticos maulas pagando créditos a dos manos, comprando coches a cinco años, hablando por el móvil y mirando internet a la vez, currando diez horas al día. Ay, la caverna. Qué paz se respiraba en aquella bonita cueva con vistas al río. Qué rico sabía el calor del fuego, la carne asada, los productos de la huerta, las tertulias al anochecer, las fiestas de los equinoccios… Quienes no conocieron el despertador, ni los horarios, ni tampoco el dinero fueron sin lugar a dudas los hombres más felices del Planeta.