Irrumpió en el palco cual espectro, como un cirio transparente coronado por un negro sombrero. A la primera ovación, saludó. A la segunda, se inclinó. A la tercera, se quitó el sombrero y lo giró acompasadamente, de lado a lado, cual torero consagrado tras una magistral faena en la Maestranza. El público, levantado, siguió dándole su calor y él, ya mayor, acabó por esbozar un gesto pidiendo mesura. Tiempo habrá de más, parecía querer decir. Así se presentó anoche Leonard Cohen en el Teatro Jovellanos, discreto, silencioso, agradecido, con su herrumbrosa voz en ‘off’ para distrutar de una noche especial dedicada a sí mismo. Tomó asiento y se apagaron las luces. Entonces comenzó el homenaje, brillantemente organizado por la Fundación Príncipe de Asturias a modo de ágape del premio que recibirá mañana en el Campoamor.
Sobre el escenario se iluminaron seis artistas: dos guitarras españolas, un violín, un percusionista y dos voces; las de las Webb Sisters. Ellos hicieron sonar, para abrir el apetito, ‘Dance me to the end of love’. Luego llegó la lectura de poemas y canciones, con acompañamiento musical de fondo y disertaciones sobre la figura de Leonard Cohen a cargo del prestigioso ensayista valenciano Andrés Amorós. Todo encajaba como un guante: las palabras hilvanadas por el canadiense en boca de las encendidas lecturas del orador y la banda sonora. Siguió una interpretación de un cantante británico cuyo nombre no recuerdo. A éste le sucedió Laura García Lorca, presidenta de la Fundación que lleva el nombre del poeta granadino, de gran influjo en el Cohen adolescente, quien aportó una bonita traslación del ‘Poeta en Nueva York’ a la versión adaptada por el homenajeado, que leyó en inglés y español. La noche tenía embrujo. Entonces apareció Duquende en el escenario para meterle el flamenco en vena al hombre del sombrero. Cantó una y cantó dos; gritó más bien esa ‘Nana del caballo grande’ que inmortalizara Camarón y que anoche levantó a Leonard Cohen de su glamurosa butaca. Luego llegó Nacho Vegas, con una sobredosis de camomila, una historia personal demasiado larga, tres canciones y un consejo final a Cohen absolutamente fuera de lugar. Estaba Vegas ante su ídolo, pero ralentizó el homenaje y, dicho en román paladino, la cagó bien cagada.
Todos los participantes salieron al final al escenario para cantar ‘Suzanne’. Se recuperaba el duende en el Teatro Jovellanos, que remató el tema con una larga ovación a Cohen a modo de despedida. Al hombre de la herrumbrosa voz, al susurrador de melodías, se le veía emocionado, incluso pasó el pañuelo por sus cansados ojos mientras saludaba al respetable gijonés hasta la saciedad. Abandonó el palco creyendo finalizado el acto. Pero entonces surgieron unas voces celestiales desde el gallinero del coliseo entonando ese ‘aleluya….’ que eleva el alma a los altares. Comenzó suave. Al poco subió levemente el volumen. ‘Aleluya; aaaleluuuuya…’. Todas las miradas se alzaron en un momento mágico. Y Cohen regresó al palco, atraído por una armonía que le resultaba más que familiar. Miró hacia arriba, detuvo el tiempo y se concentró en el Coro Joven de la Fundación. El atronador aplauso final cerró el homenaje como merecía. Leonard Cohen se fue del Teatro Jovellanos sin abrir la boca, sin dejar ese don que le regaló el azar impreso en sus micrófonos; pero también emocionado por una muestra de cariño que no por esperada dejó de sorprenderle.