Caminas por la senda fluvial, junto al río Piles, testimoniando el cambio de estación, tras un agradabilísimo y prolongado veranillo de San Miguel. Bajas a la orilla, te arrodillas y comienzas a mover una sucesión de hojas muertas, solapadas las unas con las otras como papel de fumar. Las coges, las vas recolocando, las amontonas. Las hay marrones, amarillas, verdosas. Unas son ovaladas, otras puntiagudas. Alzas la mirada. Ves que en los árboles queda aún material por caer pero, poco a poco, todos van devolviendo a la tierra lo que tomaron a través de sus raíces. Ahora, tras meses de esplendor, entran en la plácida dormidera del otoño. Se desnudan todos, sin rubor, entregados al frío, el viento y la lluvia; también acaso a la nieve. Están los parques llenos de hojas muertas, formando alfombras multicolores. Las pisamos los vivos indiferentes, ajenos a nuestro propio destino de acabar tumbados, como ellas, para devolverle a la tierra lo que es suyo.
Te colocas en el puente de madera, miras hacia abajo y ves pasar las hojas. Toman sin saberlo la dirección del mar. Tal parece que compiten a ver quién llega primero. Sin embargo, una leve brisa ascendente provoca un pequeño caos. Algunas toman la dirección inversa, cruzándose con sus compañeras. Los peciolos hacen de timón, el nervio central es la sentina del barco y el limbo, la cubierta. Navegan las hojas por el río Piles en una suerte de viaje hacia la nada. Algunas, sólo unas pocas, saldrán al bravo océano. Otras irán quedando en la orilla o naufragarán, silenciosas, hasta el fondo del río.