(Quince días en Nueva Inglaterra-USA) (1)
Ir a Cape Cod y que te pille la tormenta parece un buen arranque de una historia de terror. De Cape Cod tenía dos referencias hasta ahora. Una, la película ‘El cabo del miedo’ de Robert de Niro, Nick Nolte y Jessica Lange. Otra, el libro de Norman Mailer ‘Los tipos duros no bailan’. Ambas interesantes. De la tercera tuve noticia en pleno vuelo París-Boston. Resulta que en internet había un dato sobre las actividades previstas en Provincetown, el enclave final de este singular brazo de tierra, para ese fin de semana: encuentro de bears and chubbis. O sea, en lenguaje gay, de osos y ositos (dicho en alusión a su aspecto físico; no sé si a más cosas). La cosa prometía. En un solo día quizás viera osos de dos patas y ballenas, pues desde Provincetown salen barcos a diario para avistarlas, aunque entre octubre y noviembre se esfuman rumbo al Sur, con lo que parecía más fácil cruzarte por la calle con ingentes manadas de osos que toparte, en pleno océano, con un cetáceo. Todos estos ingredientes bailaban por mi mente el pasado viernes 28 de octubre. La previsión de tormenta se añadió en plena autopista. Un luminoso la anunciaba con grandes exclamaciones para el sábado a las tres de la tarde. Así de preciso.
Tras hacer noche en mitad del cabo, en Hyannis, el sábado de autos amaneció con el cielo quieto, preludio de la que se avecinaba. La tarde anterior ya se respiraba un aire gélido en el puerto, con los barcos inamovibles, como fantasmas, en medio de un ambiente desolador. Las calles de este animado enclave turístico estaban casi desiertas. Para darle mayor singularidad al día el hotel ofrecía su desayuno en torno a una piscina cubierta, rodeada de ventanales. Al cabo de una hora a toda velocidad para llegar al barco de las 9.30, el único del día, aparqué el coche de alquiler en el embarcadero de Provincetown pasado apenas un minuto de la hora fijada. Sin embargo, las prisas fueron estériles. Con el anuncio de tormenta para las tres, toda la flota estaba ya amarrada. Es más, la campaña para salir a ver ballenas iba a finalizar ese mismo día y decidieron suspender la última tentativa. En Boston, en cambio, la prolongaban todo el mes de noviembre, así que podría intentarlo unos días más tarde. Tenía que conformarme, de momento, con osos y ositos yanquis de dos patas. Y allí estaban. La calle principal de Provincetown estaba tomada: en grupos, por parejas, con pantalón corto, piernas como ñoclas y pobladas barbas. De todo. El porcentaje femenino se reducía apenas a mi compañía y poquita cosa más. Había gran animación, mucho bullicio al aire libre y en las tiendas, dos mueblerías espectaculares, manifestantes con carteles, coches de policía inmensos… Para divisarlo todo bien, es recomendable una gran torre pétrea, separada de primera línea de mar, cuyo mirador permite otear la grisura que conforman las cuatro largas calles alineadas frente al océano, los característicos faros y la sensación de estar en una punta de tierra a merced del mar. Allí encallaron en el siglo XVII los primeros colonos británicos y de sus peripecias da cuenta el museo situado bajo la gran torre que los homenajea.
Pasada la una de la tarde comenzaron a caer unas gotas. Buen momento para refugiarse a comer y presenciar la tormenta a cubierto. Un restaurante acristalado sobre el mar parecía una buena opción, máxime al ser recibidos por una negra vestida de bruja y atendidos por un camarero disfrazado de Robin Hood. Pues además de todo lo dicho, era Halloween. Y en las calles había más calabazas adornadas que personas, así como cientos de maniquíes tétricos, algunos con la cabeza reposando en la mano. O sea, terror (o diversión) por los cuatro costados. Mientras me recreaba con una riquísima crema de almejas y una anodina langosta, plato estrella además de barato en toda la costa de Nueva Inglaterra, la lluvia se iba haciendo más presente, el viento soplaba con más fuerza y Robin Hood no perdía ocasión de tratar de hacerse el simpático. Nadie se amilanaba en el restaurante. Por dos veces, un camarero pegó unas voces y todo el comedor cantó el cumpleaños feliz a dos comensales, al parecer, algo muy americano. Y como adonde fueres haz lo que vieres, pues nada: canté. ‘Happy birthday to you…’.
La tormenta perfecta, tan anunciada, se quedó curiosamente en chaparrón en Cape Cod. El recorrido por la carretera costera de vuelta a Hyannis ofrecía lluvia intensa, mar picado y viento. Muy aparente, pero nada más. En ningún momento sentí los músculos de Robert de Niro agarrado a los bajos del coche de alquiler gritándome: ‘Foriaaaatu’. Ni vi rodar cabezas, como en ‘Los tipos duros…’. Lo peor, en esos momentos, estaba ocurriendo en toda la zona central de Nueva Inglaterra. Cayó tal nevada que derribó cientos de árboles vencidos por el peso de los copos y éstos a su vez se cargaron los tendidos eléctricos de cientos de carreteras. En Massachusetts, New Hampsire y Vermont muchos pueblos y ciudades se quedaron sin luz, lo que acabaría por pasarme factura dos días después. Ese sábado, sin embargo, rodando por el Cabo Cod, con el parabrisas a toda máquina, yo me consideraba inmune al tormentón de bienvenida.
fe de erratas.-Tiempo después de escribir este post descubres que Cape Cod no es el Cabo del Miedo de la película, pero se le parece tanto que decides dejarlo así. Con perdón.