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Adrián Ausín

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Playu en Nueva York

(Quince días en Nueva Inglaterra-USA) (3)

Desde la costa de Connecticut, Nueva York está a dos horas de carretera. Resulta por tanto difícil no hacer una escapada para pasar el día, saliéndote de tu ruta y volver antes de la medianoche al anonimato de Nueva Inglaterra para no convertirte en Sara Jessica Parker. O, también, para evitar que tu mujer quiera atrincherarse en Tifanny’s. O dormir en la Gran Manzana a precios de gran rejón. Pero eso de ir a pasar el día a Nueva York como quien sale al Muro a darse un garbeo tiene sus peajes: un atasco para entrar, una odisea para aparcar y otro atasco para salir. El primer parking que apreció cerca de la Quinta Avenida resultó un clavel. Una vez con el coche dentro, un letrero indicaba ’18 dolars hour’ más impuestos. O sea, en cinco horas, cien. Una rápida consulta al clásico negro enguantado sobre la posibilidad de evaporarse permitió abortar la operación a tiempo y acabar encontrando otro parking colindante con Central Park por 29 dólares diez horas. Bien. Tras la sudada, con el coche facturado, la calle. Cielo azul, aire fresco y reencuentro con la megalópolis. Yo había estado varios días en 1994. La esposa, la última vez, en 2001, tres meses antes del impacto de los aviones. Ambos tenemos fotografías en las Torres Gemelas, las suyas especialmente próximas al atentado.

Ahora la misión no era conocer, sino pasear, comer, cotillear y marchar. Pero cuando pones el pie en Nueva York y te das cuenta de que lo primero que necesitas es hacer pis tienes un problema. La Quinta Avenida no se rebaja a esas nimiedades. Cada tienda es puro glamour. No hay bares ni WC al uso. Entonces recuerdas un escondite: la cafetería de la planta baja del Rockefeller Center. Y allí vas rápidamente. Con el ADN asturiano circulando ya por las cañerías de Nueva York vuelves a la Quinta y la caminas entera hasta la Zona Cero. La acera es estrecha. La fauna yanqui y los turistas la invaden. Mucho ejecutivo trajeado hablando por el móvil, rubias espigadas de tez pálida y conjuntín negro, puestos de hot dogs y mucha mucha prisa y mucho mucho tráfico junto a ti. El objetivo es cruzar el puente de Brooklyn y comer al otro lado, con vistas al sky line. Pero no hay gasofa para tanto kilometrín urbano y un taxi acaba por rematar la faena tras rebasar el Soho.

Un restaurante italiano bajo el puente de Woody Allen parece una buena opción. Desde la ventana estás viendo el río y parte del sky line, algo tapado por unos árboles. La pasta está muy rica y los mexicanos que atienden el negocio acaban por mostrarse amables con el habla común tras dos tercios de la comida in inglish. A todos los hispanos con los que nos vamos a topar en el viaje les cuesta sacar a relucir el español, que delata su condición de inmigrantes. Si dos platos de pasta, ensalada y cafés sumaban 30 dólares (el agua ye gratis en todas partes) acabas pagando 52, al incluir la nota tasas y un 18% de propina impuesta. Esto último sólo me ha pasado curiosamente en sitios gerenciados por mexicanos. En otros, decides tú cuánto, pero nunca por debajo del 10%. Al parecer, es su sueldo. De ahí que haya poco paro, pues así contrato yo a un regimiento.

Descansado y alimentado, Nueva York reluce a eso de las dos de la tarde. Bajo el cielo azul, un paseo marítimo se prolonga desde el puente de Brooklyn unos 700 metros en dirección hacia el mar. Al fondo se ve la estatua de la libertad, aderezada por el tránsito de barcos y helicópteros. Enfrente, la era post torres gemelas, el inconfundible perfil futurista con el que me adormezco unos instantes en un banco. Es 1 de noviembre y tras una mañana fría, ahora hace un sabroso calorcillo. Me quedo en camisa y cierro los ojos. Los abro y veo ante mí New York, New YoooorK. Mi otro yo se levanta del banco y canta a lo Frank Sinatra por el paseo, acompañado a los coros por los demás paseantes. Todos cantamos y bailamos ante las moles de cristal, rodeadas por el Hudson y el East River, antes de tomar un barco que nos depositará a la altura del Empire State Building. Como las mujeres siempre quieren ver tiendas (algo grabado a fuego en su ADN) toca un breve picoteo acá y allá, esas clásicas estampas en las que sacan una prenda de un colgador, la tocan un poco y siguen su camino. La ruta, a modo de guinda, concluye en Tifanny’s. Buscamos a Audrew Herpburn. Nos dicen que está desayunándose unos diamantes y no puede atendernos.

Nos perdemos un poco por Central Park. Los árboles hacen un bonito contraste con los edificios, le dan a la city un oxígeno imprescindible. Busco entre ellos el Dakota, donde mataron a John Lennon, donde rodaron ‘La semilla del diablo’, donde pasaron no sé cuántas cosas más. Pero debe de estar un poco más allá. No lo distingo. Es mi turno al volante. Seis horas en Nueva York cunden. Pero la ciudad está ya a oscuras. Lucen sus neones y se agita mi corazón. ¿Cómo cojones se sale de aquí?

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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