(Quince días en Nueva Inglaterra-USA) (4)
Salir de Nueva York no fue para tanto. Bien asesorados en el parking, la cuestión consistía en tomar la circunvalación que va pegada al río y no salirse de ahí hasta toparte con el puente Washington. Y después, todo para arriba por la 91 Norte. Así, en moderado atasco, unas 40 millas y luego, a velocidad, hasta Springsfield, donde dicen que están inspirados los Simpson. Ocurre que este es el nombre más repetido en USA, pero el Springsfield de Massachusetts dice que le toca el honor a él, una zona industrial sin encanto inmortalizada por los dibujos animados. El plan era dormir a las afueras para usarlo dos días de campamento base. Sin embargo, un detalle quedó en el olvido. Era martes, 1 de noviembre, y el sábado anterior había caído una nevada brutal que derribó cientos de árboles y éstos en su caída se llevaron por delante los tendidos eléctricos. Miles de casas se quedaron sin luz y los afectados se fueron a dormir a los hoteles. Resultado: ni una cama libre. A las nueve de la noche empezó el serial de preguntas y el serial de negativas. Pasadas las doce, tras constatar el lleno de moteles, hoteles y hotelazos, un amable recepcionista empezó a hacer llamadas. Todo estaba completo, lamentó.
En plena fase de mentalización para dormir en el coche, con los termómetros acercándose a los cero grados, dio en la diana. Un bed & breakfast tenía habitación. El recepcionista salvador quizás había sacado de la cama al dueño, que pedía ya la visa por teléfono. Costaba 195 dólares, pero no había alternativa. Así que hubo que recitarle el código. El segundo problema era la ubicación. Su casa estaba a unas ocho millas, en medio del monte y para llegar había que tomar doce desvíos. Nuestro intermediario imprimió la secuencia y se deshizo en explicaciones. Faltaba lo más difícil: llegar. Todavía podíamos perdernos, dormir en el coche y recibir encima la factura cargada en la tarjeta. Un giro, otro giro, la autopista, una salida, otro giro, un pueblo, un camino… A las 12.30 de la noche lo logramos. La casa coronaba una colina, envuelta en árboles, con el valle de Greenfield a un lado y el río Connecticut al otro. Allí estaba Errol esperando, grandullón, sesentón, amable y sonriente. La hora tope del desayuno eran las nueve, así que pactamos desayuno a las nueve. Una ducha y a dormir como príncipes en una confortable habitación tras varias horas sin techo.
Errol resultó ser Indiana Jones. Arqueólogo, con estudios en Harvard, profesor jubilado, aficionado a los viajes y a España, conocedor de Tito Bustillo y del Pindal; y con los billetes sacados ya para su próxima incursión europea: Malta y Sicilia. Su casa era un balneario. Construida en 1910 por un prestigioso arquitecto, de techos altos y dos plantas, blanca por fuera y por dentro, totalmente enmoquetada, con pocos muebles, plantas gigantes y una buena librería. En una sala inmensa, sobre una gran mesa, tenía esperando cuatro briks de zumos, un revuelto de verduras, salchichas y fruta. Mientras me ponía tibio, a la esposa, aficionada al café con galletas en silencio, le tocó hacer de interlocutora. Errol entraba y salía cada poco, con su tazón de café en perenne compañía, e iba tejiendo una conversación en torno a España, a Asturias y a nuestro viaje. Yo sonreía y comía, amparado en mi macarrónico inglés. Entonces irrumpió en escena la esposa, Mary, y cuando nos quisimos dar cuenta estaban sentados a la mesa, con sus tazones de café, en abierto interrogatorio. La cosa tenía su miga, pero claro a uno también le gusta desayunar en su autismo matinal. Mary intervenía poco, planteaba la pregunta con la mirada fija y el tazón bien apretado y aguardaba la respuesta. Yo veía en ella un pajarraco con gafas y nariz de pico que contrastaban un tanto con su Indi, lleno de recursos y con una risa tremendamente fácil. Cada frase, no sé cómo lo lograba, acababa siempre con una sonora carcajada. Entonces ocurrió algo terrible. Mary me miró fijamente y dijo algo in inglis taladrándome entero. La pregunta era fácil, pero duro de oído como soy, hube de recibir una rápida traducción simultánea. Quería cotillear en qué curraba. Pensé en decirle o sí señora soy domador de leones o crío caracoles. Pero me sometí: I’m a journalist in a regional newspaper. Esto abrió la espita al clásico rollo de qué escribes y esas cosas. Entonces pudo desayunar la esposa. Finalizado el desayuno pedimos a Errol una rebaja para quedarnos un día más y no ser de nuevo unos sin techo. Al momento, quitó 20 dólares a la segunda noche y viendo nuestro gesto de duda quitó otros 20 a la primera. Ok.
Indi estaba maravillado con España. Le gustaban los toros, pero no la muerte del toro. Y le encantaban las terrazas de Madrid. Él pensaba que todo el mundo se levantaría, por ejemplo, a las once de la noche para irse a dormir. Pero se sentaba y como siempre había alguien prolongaba sus cafés hasta altas horas de la madrugada disfrutando el ambiente. También mostró interés por el final de ETA, por la crisis, por Gijón y por nuestro equipo de fútbol. A diferencia del común de los yanquis, muy despegados de su familia, en dos días habló por teléfono dos veces con su hija, contó cosas de sus nietos y de cómo celebraron Halloween la semana anterior; y también de cómo aprovisionaba a su padre de grandes cargamentos de sirope de arce, al que algunos atribuyen el don de la eternidad. El señor en cuestión tiene ya 95 años. Tras el primer desayuno, empezamos el día paseando por el bosque de Errol. Cinco hectáreas nada menos, llenas de arces, donde aún había zonas nevadas. La única casa vecina estaba habitada por un hombre solitario que, según contó Indi, años atrás vio un oso merodeándola desde la ventana de su dormitorio. Acabamos topándonos con él por el bosque (con el vecino, no con el oso) y tras saludarlo y darle unas caricias a su perro, sentenció en inglés: ‘Tras la tempestad la calma’. Así era.
Con calma nos tomamos el día tras el maratón de la víspera. Visitamos Westfield y Northampton, compramos tres cedés en una tienda de discos a la antigua usanza ubicada en un bajo y cenamos una deliciosa sopa en un tailandés. El segundo desayuno reprodujo las secuencias del primero. La irrupción de Errol, el tazón de café, la llegada de Mary, el crítico instante en que tomaron asiento en la mesa y la larga hora de ameno interrogatorio. Esta vez tenía algo parecido a gruesos frisuelos, sirope, salchichas y zumo. Con el estómago lleno y una cierta pena por abanonar aquel balneario pusimos rumbo a las White Mountains.