Igual que a todo gochu le llega su San Martín, a todo humano le acaba por llegar el vicio lotero; en especial, el del 22 de diciembre. Cuesta mucho no sucumbir a esos bonitos décimos de 20 euros que cuelgan de los puestos de lotería y de los bares como una poderosa llamada a la emancipación hipotecaria. Llevas viéndolos toda la vida, hasta que el cerebro asocia ese entrañable trozo de papel con ese horripilante crédito que te atenaza y el flechazo es de por vida. Pegar el salto mortal de 20 euros a 400.000 (este año subió) es un alarde que está en la mente de todos. Sólo falta que se produzca. Que llegue el día.
Yo caí en la magia lotera hace siete años. De una forma natural, empecé a comprar allá donde estaba y cuando me quise dar cuenta tenía 500 euros en lotería. Una barbaridad. El día del sorteo desplegué toda la papelería sobre la mesa de la sala y seguí los cánticos de los niños de San Ildefonso con gran emoción. “Miiiil euros”, cantaban ellos a cada instante, mientras yo dirigía con las manos su música celestial. Quiso el azar que saliera el 54600 y que en mi mesa hubiera tres décimos acabados en doble cero. Al final, trinqué exactamente 500 euros. O sea, ni un céntimo de ganancia ni un céntimo de pérdida. Me lo había pasado bomba comprando aquí y allá, así que el balance no fue malo. Recordé cómo me había fastidiado cuando en una administración de Ávila me habían dado el 24000. Me había parecido un timo de número. De hecho, al cabo de un rato compré otro. Tocaron 120 euros al primero y cero al segundo. Esto me hizo reflexionar que el bombo no entiende de números guapos ni feos. Así que empecé a cultivar el gusto por los bajitos y los que acumulan repeticiones y a desterrar los políticamente correctos. Aunque, ojo, no le hago ascos a ninguno.
Animado por aquel buen inicio (2004), al año siguiente gasté bastante más. Compré lotería en Sevilla, en Cádiz, en Madrid, en Bilbao, en Galicia. Allá donde iba, zas: décimo al canto o décimos. El resultado fue un batacazo monumental. Apenas recuperé un tercio de la inversión. Y en los siguientes he seguido jugando con alegría, pero sin pasar de la barrera de los 300 euros. Hay que ponerle puertas al campo. Este año he logrado no comprar un décimo hasta noviembre, lo cual ha sido un considerable avance, pues hacerlo en pleno verano parece algo estratosférico. El vicio viene de familia. Tener un hermano lotero en la calle Manso es algo que tira. Pasas por allí, entras, empiezas a ver números y siempre hay algún cabrón que se te queda grabado. Entonces, como quien echa un pito sabiendo que fumar mata, le dices: ‘Venga anda, dame ese de ahí’. Y lo añades a la ñata. ¿Será de esta?