Siempre me despertaba en la Villalona con el sonido del campanario. Tan-tan-tan. En muchas ocasiones, era una sola campanada. Esto abría un interrogante: ¿12.30? ¿1? ¿1.30? Solían ser las hipótesis más probables tras una noche más en la discoteca del pueblo; en Riaño. Mi madre me dejaba la bolsa de la comida lista y, tras el desayuno, iba al río con el petate. Allí comíamos todos los días, junto al río Esla. Patatas en ensalada, filetes empanados, tortilla, agua de la fuente… Luego te ibas a la explanada de cemento situada en una divisoria del río, donde folgabas, te tirabas en bici al agua y te ibas encontrando con la gente de tu quinta. Aquellos maravillosos veranos que no volverán tenían como epicentro la Villalona, aquella casa de dos pisos y buhardilla donde vivíamos tres familias (seis adultos y doce niños y adolescentes). Había cuatro dormitorios llenos de camas. En el mío no quedaba sitio ni para un mueble, así que metías la maleta debajo del colchón al empezar el verano y la sacabas al acabar. Había un solo baño para aquella multitud y recuerdo un año que estuvo varios días estropeado, lo que obligó a los dieciocho afectados a buscar soluciones de urgencia en los bares del pueblo.
Los niños campábamos a nuestras anchas día y noche. En el río, en la plaza, en el monte y, a partir de los 15 años, en la discoteca. El recuento se hacía a la hora de la comida y de la cena. No solía faltar nadie, pues el hambre es el mejor reloj. Antes o después, llegaban todos. La puerta de la Villalona nunca se cerraba con llave. Las bicis, los coches, la ropa tendida quedaban a merced de la calle todo el día. Aquel caos tan gozoso parecería hoy ciencia ficción e igual los padres de aquella casa acababan en Villabona, pero así veraneaban muchas familias numerosas. La única persona que no disfrutaba tanto, evidentemente, era mi madre, que al aportar siete churumbeles a la comuna, hacía las funciones de timonel de toda la casa, en especial de las tareas de manutención y limpieza. Yo recuerdo ir a por el pan alguna mañana y comprar algo así como ocho tortas (impresionantes tortas) y cinco barras, que costaban la friolera entonces de unas 500 pesetas.
En la Villalona había un salón con chimenea y un escaño en la entrada donde se alimentaba a los más pequeños como gallinas. Cuatro o cinco sentados, bien prietos, recibiendo el alpiste. Con tanto trajín, llegado a los 15 años, mi madre me emancipó en cuestiones de lavandería para aligerar alguna carga y recuerdo aquel verano en que cuando a mí me pareciera debía ir a hacerme la colada al río. Creo que fui muy pocas veces, optando más bien por la repetición de modelos. Entonces, ¿qué más daba? Era normal en aquellos veranos pillar un megapedo en la discoteca y recibir asistencia ‘médica’ de las tías Carmen y Lola, que salían más de copas que nosotros. Así si te pillaba el coma etílico en la pista, ellas estaban en la barra. Hoy recuerdas todo aquello como si hubiera sucedido en blanco y negro. Aquellos veranos de dos meses completos suenan a prehistoria. No existían entonces los móviles ni internet. Pero fuimos tan felices que creo que todos los villalones volveríamos atrás en el tiempo, aunque sólo fuera para escuchar las campanadas desde la cama cada mañana.