Con cielo azul y apenas 3 grados llego al prau con un objetivo: poner en marcha la cocina de carbón. Lleva sin funcionar prácticamente un año, así que se impone una limpieza previa. Abro las ventanas del casetu, tiro unos papeles de periódico en el suelo y comienzo a sacar mierda del tirador con un ingenio de fabricación casera: un palo terminado en un tuco. Arrastro cenizas acumuladas, mientras entra en el habitáculo un aire gélido mañanero muy agradable. De repente, entre la ceniza, distingo unas plumas. Es un pájaro muerto. Pequeño, grisáceo. Imagino que entró por la boca de la chimenea y no supo salir. Probín. De haberlo oído piar mientras estaba en la cocina podría haberlo salvado simplemente abriendo el tirador. Pero no me enteré y ahí está la cría, derrotada por una fatalidad: entrar donde no debía. Sigo sacando ceniza y al cabo de un rato asoma por el hueco un abejorro. Parece recién despertado, aturdido. Queda quieto en el frontal de la cocina de carbón como si esperase algo. Cierto. Al poco sale otro. ¿La chorbi? Quizás. Como siguen apalominados, decido evacuarlos. Cojo al primero por un ala, lo llevo a la ventana y lo lanzo. Sale volando alegremente. Hago luego lo propio con el segundo y toma la misma dirección.
Salvados los abejorros, limpio también la plancha y el hueco para encender el fuego, que dejo ya cargado con papel, un manojo de orégano reseco, palos finos y palos gruesos. Vuelvo al tiro y meto un papel de periódico arrugado a la larga. Le prendo fuego desde fuera y entra con rapidez hasta el fondo. Lo hago otra vez y otra y otra. El tiro calienta bien; de hecho, el fuego al llegar al fondo hace ese mágico ruido de evacuación hacia la chimenea. Entonces prendo la hoguera y la cocina de carbón se pone a funcionar a la primera. Todo un milagro respecto a hace justo un año, cuando me puse a investigarla y ahumé la cocina repetidas veces. No usaba bien el tiro. Esta vez sale a la primera. Sales al prau y reconforta ver el humo negro saliendo por donde debe. Entonces me dedico a cortar leña para tener provisiones. Lo hago con un hacha inmenso que me presta mi hermano. Era de un minero y me siento Jack Nicholson en ‘El resplandor’, solo que en vez de perseguir a la esposa, persigo troncos, que parto en dos a buen ritmo. Uno salta al aire al partirlo y, como en los dibujos animados, después de perderlo de vista me cae en la cabeza. Toc. Entonces la cocina de carbón pierde fuelle y, como todavía no calienta a tope, sale humo hacia la cocina. Voy corriendo dentro, echo más leña y enderezo la situación. Miro luego hacia la pomarada de Adolfo, donde hace unos días mi sobrina vio siete corzos mientras desayunaba. Hoy hay vacas. Con la cocina tirando y la leña apilada, toca volver a la civilización. Hay que comer y luego ir a currar. Respiro profundo el aire gélido y el olor a cocina de carbón y me voy como quien se acaba de zampar un sabroso pastel.