“Uno, dos, arriba, abajo, respirando, flexión…¡ya!”. Bajo esa música hacía gimnasia, martes y jueves, en el Codema. Cierras los ojos, te concentras y te transportas a aquel patio cubierto de techo bajo, junto a los vestuarios, donde el Roncero, más que ordenar ejercicios, cantaba. Con su pañuelo de seda en el cuello y su aspecto afrancesado, aquel profesor de Gimnasia que te recordaba a Robespierre entonaba como si estuviera dirigiendo a los niños del coro. “Ahora vamos a flexionar… ¡Vamos chicos! Y uno y dos, arriba abajo, respirando, flexión… ¡ya!”. Los alumnos estábamos todos en formación, con camisetas rojas, obedeciendo al instante. Unas veces te tocaban los cantares del Rocero, que parecía tocar el órgano cuando hablaba; otras el tenebrismo del Roda, que hablaba más para dentro que para fuera, mientras fumaba. Su decisión más celebrada nada más cambiarnos era darnos permiso para ir a jugar al fútbol. Entonces nos íbamos corriendo al patio exterior y echábamos el resto una hora completa. En aquella cancha, que veo a diario cuando bajo al Muro, he calculado alguna vez que marcaría unos 3.000 goles en mis cinco años claretianos. Jugaba en la hora de Gimnasia, jugaba en los recreos y jugaba a veces al acabar el día. Me entregaba a fondo en los partidos. Defendía, atacaba y marcaba. Disfrutaba como un enano. Sin embargo, cuando había un partidillo oficial me ponía nervioso y no rascaba bola.
La Música entonces era otro cantar. Nos parecía un rollo. Cuando la Pilar nos bajaba a la sala de audiciones aquello era considerado como una aburrición. Había un disco, titulado ‘El barroco español’, si no recuerdo mal, que nos hacía partirnos de risa. Contenía la versión original de ‘Agapimú’ (la canción de Ana Belén) y un pieza cantada en castellano antiguo que decía algo así como “riu riu chiu la guarda rivera, tres cuartos del lobo la nuestra cordera”. Aquello, con diez o doce años, nos superaba. Con aquella buena mujer tuve un par de incidentes que me supusieron ir castigado dos días para casa. El primero se produjo en la iglesia de los Jesuitas, adonde fuimos a escuchar un concierto. Yo estaba sentado justo antes de comenzar. Entonces ella de repente se dirigió a mí y me exigió que dejara el sitio a una niña plena de salud. “Ausín, ¡levántate!”. Me negué. No veía motivo alguno para hacerlo, pues ni era una anciana ni tampoco una inválida. Al volver al Codema, fui duramente recriminado por el director tras el pertinente chivatazo de la Pilar. Entonces maquiné mi venganza. En la siguiente clase de Música adelanté las patas de la mesa del profesor, situada en un altillo, de forma que una quedaba al aire y la otra en el borde. La profesora llegó con sus libros, puso el metrónomo a funcionar para que empezáramos a tocar la flauta y, en esto, lanzó un “Hermógenes, ¡cállate!”, que acompañó de un manotazo en la mesa. Resultado: se desplomó todo hacia adelante y la clase estalló en una carcajada. Ella se puso nerviosa y se fue. Entonces llegó el jefe de estudios. Dijo que nadie saldría de allí hasta que apareciese el culpable. Viendo que la cosa se ponía fea, decidí acortar la agonía y me levanté. Llamaron a mi padre al colegio, quien, a diferencia de los de ahora, recomendó a los curas que me castigasen más, y me mandaron dos días para casa. Entre la música de la Pilar y la del Roncero, yo prefería entonces la segunda: “Uno, dos, arriba, abajo, respirando, flexión…¡ya!”.