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Adrián Ausín

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El oriciu, ¡por cojones!, rey los mares

Nacen con la casa puesta, como los caracoles. Solo que ellos no tienen mucha gana de ver mundo, ni de trepar por paredes ni, tampoco, de andar saliendo y entrando del hogar a diario, con los riesgos que ello conlleva. Al igual que en tierra, en la mar siempre hay depredadores al acecho y un despiste se paga caro. Si nuestras vidas están llenas de tensión, las del mundo marino ni te cuento. Los cinco sentidos son pocos para comer sin ser comido. Así que en esta compleja tesitura no parece nada tonta la política del oricio. Nace, se instala apaciblemente, desarrolla una vida interior plena, se reproduce (en este punto tampoco hace esfuerzos, pues es hermafrodita) y muere. No quiere saber nada de carreras ni persecuciones, no quiere ganarse el pan con el sudor de su frente ni tener que buscar al término de la jornada un lugar seguro donde pasar la noche. Que tu cuerpo sea tu casa ofrece, en este sentido, un buen seguro de vida. Y vivir de puertas adentro te evita un sinfín de engorros propios de las relaciones en comunidad, máxime cuando hay tantas especies compartiendo el mismo ámbito acuático. Si a todo ello añadimos que dentro de ese hogar hay un solo ser vivo que es hombre y mujer a la vez llegamos a la cuadratura del círculo. Sólo puede discutir consigo mismo. Quizás lo haga, para entretenerse, poniendo dos voces diferentes.

La vida interior del oricio, bien vista, da mucho juego. Mecido por el oleaje, tiene las 24 horas del día para pensar en sus cosas, alimentarse, reflexionar sobre el cosmos y, por qué no, reírse de sí mismo y de su pausada vida mientras los demás andan por ahí con el alma en vilo. El oricio tiene el corazón a prueba de bomba, sin un solo sobresalto y las gónadas, pedazo de gónadas, hinchadas como el plumaje de un pavo real. Si algunos humanos tienen un par de cojones bien puestos, los oricios elevan la máxima hasta el sexteto, simétricamente colocados, bien robustos y anaranjados en los meses fríos. Pero de esa chulería oriciera le viene precisamente el peligro a este bichillo marino tan preciosista, que parece una bola de navidad. Tal es la belleza y el sabor de sus gónadas que les ha salido un voraz depredador inmune a su ovalada fortaleza de pinchos: una vez más, el hombre.

Así que el oricio puede vivir con la mayor paz del mundo un buen puñado de años, hartarse de no hacer nada un día tras otro. Pero un mal día un pescador reparará en él y lo extraerá del mar para no volver jamás. Crudo, con una botella de sidra al lado, no tiene en la mar quien le haga sombra. Es el cruel final, como todos los finales, que le espera a nuestro erizo marino. Aunque quizás, como en el caso de los toros de la dehesa, que campan cinco años a sus anchas para morir luego en media hora en un coso en loor de multitudes, el oricio piense que esta vida ha merecido la pena cuando alguien abra su caparazón y le meta la cuchara hasta la cocina. Ya descojonado, irá a parar a un contenedor y colorín colorado, este oricio se ha terminado.

¡Larga vida al oricio!

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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