Pasas delante de un café y te encaprichas del número que juega para El Niño. Entras, pides un cortado, un vaso de agua y un décimo de tapa. La camarera sonríe, pero no pica. Entonces pagas 21,20 y te vas con la música a otra parte. El botín está en la cartera, donde la billetera mengua, una navidad más, en proporción inversa a la acumulación de lotería. ¿Será de esta? Lo normal es que no. Pero hay que intentarlo. Es 4 de enero. Me veo obligado a entrar al Pryca para hacer un recado. El barullo es brutal. Hay colapso humano, prisas, nervios. Con estos ítems, pienso, resulta improcedente hacer un solo regalo. El día de Reyes es para los niños, solo para los niños, pero los mayores lo embrollamos todo y la liamos parda con tanto intercambio de regalos. Hasta hace pocos años, yo cometía la estupidez de regalar a veinte personas cada 6 de enero, sumados padres, hermanos, cuñados y sobrinos. Ahora le he perdido el gusto al asunto y he cortado por lo sano. Casa, padres y una originalidad para los suegros. Punto. Y no nos olvidemos nunca de que el mejor regalo es un libro.
En estos desfases nadiveños, que por fortuna llegan a su fin, también figuran en el pódium las farturas. Por más que lo intentas, aunque seas anfitrión en nochebuena y nochevieja, no logras llevar a buen puerto un menú razonable. No puedes quitar gambones como trolebuses porque son tradición, ni el cordero porque le gusta a todo el mundo ni el insano foie ni los turrones ni los entrantes… Al final, parece la cena de un rey de época, llena de caza, de colesterol y de ácido úrico por los cuatro costados. Para nochevieja intenté imponer un menú: oricios, jamón y caldo. Punto. Compré oricios, pero añadí un centollo para contentar al cuñau. Luego se cambió el jamón por no sé cuántos entremeses y hubo quien llevó unos patés adicionales, e incluso chocolates y bizcochos; dígase de paso, todo rico y sabroso. También fui emplazado a comprar unos solomillos por si la peña tenía hambre después del caldo. Resultado: batiburrillo de comida para dar y tomar, ingerida con cierta aceleración y con los fogones a toda máquina como la caldera de un tren del Oeste.
De modo que lo que está concebido como algo para los niños, se degrada a un sinfín de compromisos de los mayores, en los que reinan la demesura y los peroles. Es cierto que luego te lo pasas bien, pero si repasas todo el curro metido y el ruido de sables en la cocina te das cuenta de que algo falla. Como nos pille De Gindos, el nuevo duque de Alba de los españoles, nos mete un recorte ‘estilo 2008’. Ese año, me recluí en casa con la esposa con el siguiente menú de autocensura: docena y media de oricios, una tortilla de patata y una botella de Alvariño. A la una estábamos plácidamente dormidos. Y al día siguiente, 1 de enero, frescos como una lechuga.