Vivo rodeado de mujeres. Me persiguen por casa. Vaya donde vaya ahí están. Me susurran, me hablan, me cantan, me vocean, incluso a veces llegan a gritarme. Yo hago como que no escucho, pero las tengo presentes; en la sala, en la cocina, incluso en la cama; también se me meten en el coche e incluso cuando estoy relajao en el prao me acosan entre los manzanos. He pensado poner el caso en conocimiento de la Guardia Civil, pero por otro lado la cosa también tiene su lado bueno. Suelo estar solo por las mañanas y ellas, la verdad, me hacen compañía, aunque en ocasiones se pongan un poco pesadas. Básicamente, son tres. Están bien organizadas porque nunca se presentan las tres a la vez: llegan de una en una, normalmente una cada día. Yo las escucho, comparo y saco conclusiones. Las tres comparten una virtud. Si el cielo gijonés está gris, me ayudan a despejarlo dentro de mi mente. Y cuando han llevado a buen puerto su misión, se van sigilosas.
Madonna fue la primera en llegar. Fue hace ya, qué se yo, quince años. Se me coló en el coche en un viaje a Sierra Nevada. Fue un flechazo en toda regla. Trasgresora, melódica, innovadora; me cayó bien desde el primer instante. Compré casi todos sus discos e iniciamos una relación estable que ha llegado hasta nuestros días. Ella es un poco mayor que yo, pero nos entendemos. Además, aguanta el tipo que te cagas. Así fue hasta principios de 2011. Un buen día llamó a mi puerta una estrafalaria y fea mujer. Yo esperaba a Madonna, pero fue ella la que se coló por mis oídos. Lady Gaga trajo una bocanada de aire fresco a mi casa tras tantos años de fidelidad musical. Su voz me pareció desde el principio un torrente de optimismo. Mi traductora oficial me advirtió que sus letras no tenían apenas contenido. Si decía ‘boys boys boys’ luego añadía que en todas partes, que por la mañana y por la noche, o cosas así. Yo decidí perdonárselo. Cuando me visita Lady Gaga la casa se llena de alegría. Tiene energía, juventud y, al igual que Madonna, trasgresión. Así pasó 2011. Con dificultad, me habitué a convivir con ambas, además de con la propia, que ha consentido e incluso disfrutado de esta poliédrica relación. Llegué a 2012 pletórico, con una estabilidad emocional por las nubes.
Entonces, el día de reyes, volvieron llamar al timbre. ¿Abriré? Una más y esto puede estallar en mil pedazos. Abrí. Ahí estaba Adele, con sus 23 años, su gordura plácida y una voz que algunos han dado en calificar como la mejor de todos los tiempos. Podría cantar ópera esta chica. Me dijo que la mandaba mi suegra (sic). Yo entonces no dudé en echarme a un lado y decirle que estaba en su casa. Las otras se fueron con mala cara. Llegaron a rozarse los culos al cruzarse, pero la cosa no pasó a mayores. Di al play y flipé. Joder con Adele! Otro torrente de voz para seguirme por casa. El caso es que así no me siento nunca solo con este triplete. Eso sí, ninguna de las tres hace la compra, ni friega los cacharros ni pasa la aspiradora. Lo suyo es el deporte nacional femenino: bla-bla-bla… Yo ni me molesto en contestarles. Disfruto de su compañía, robo su energía y, cuando me han puesto la cabeza como un bombo, las apago.