Voy a contar el caso de Paco. Hace cosa de diez o doce años Paco se separó. Esta circunstancia le animó a cambiar de vida radicalmente. Vendió su negocio, se compró una casa en un pueblo que acababa de descubrir y comenzó a reformarla. El pueblo era como una postal. Apenas tenía siete vecinos, con él ocho, estaba rodeado de una bella cordillera montañosa y allí encontró la paz que necesitaba. Arregló la casa y abrió un negocio de turismo rural. Luego compró otra, que también reformó. Tengo dudas de si hizo lo mismo con una tercera. El caso es que Paco, alejado de la ciudad, halló en el medio rural una singular forma de vida. Trabajó como una mula, pero en paz consigo mismo. Sin embargo, aquella paz acabó por resultarle excesiva. Ya se sabe, la insatisfacción humana, quizás nuestro peor enemigo.
Así fue como Paco, en su ánimo socializador, cambió un verano su condición de empresario turístico por la de socorrista de una piscina en un pueblo de cierto tamaño, con varios bares, tiendas, ambiente y gasolinera. Dejó el negocio en buenas manos y se fue dos meses a ejercer de pepito piscinas, ya cincuentón, pero con unas ganas de marcha que compensaban todo lo demás. Paco se lo pasó bomba aquel verano. Cumplió con sus tareas de día y salió todas las noches. Alternó, conoció a mucha gente nueva, rió lo que quiso y ligó. Yo me topaba con él algunas noches sin sintonizar demasiado con su exceso de euforia. Había algo que no me cuadraba. Hasta que llegó el día, o mejor dicho la noche, en que la clásica cena improvisada de doce personas, de las cuales sólo conoces a la mitad, me dejó frente a frente con Paco. Antes de acabar la ensalada ya me había contado su vida, con el solomillo de cerdo (exquisito por cierto), le había contado yo la mía. Y al llegar al café estábamos que nos partíamos el culo de risa. Paco desnudaba sus vergüenzas ante ti con elegante naturalidad y se reía de lo divino y de lo humano; de sí mismo y de los demás; una terapia de lo más saludable.
Me encantó cómo había resumido su huida de la ciudad, cómo se había cobijado en el campo y cómo echaba ahora de menos a la humanidad. Estaba atado, además, pues su negocio, en estos momentos, tiene una mala salida al mercado, lo que le obliga a continuar con él hasta una fecha indeterminada que quizás le pille ya sexagenario. Me interesé por sus relaciones con el vecindario en ese pueblo remoto. ¿Qué tal os lleváis? Entonces me contó cómo al estrenarse en aquel paraíso envenenado descubrió enseguida que dos de los siete habitantes no se hablaban entre sí. ¿Problemas de lindes? Por supuesto. Él llegaba con hiperactividad a su nueva vida y se puso como objetivo prioritario que aquellos dos hombres volvieran a tener trato. No daba yo un duro por esa empresa que me estaba contando. Sin embargo, Paco me reveló satisfecho: “¿Quieres creer que lo logré?”. Cuando no salía de mi asombro, apostilló: “Ahora soy yo el que no se habla con ellos”. Y lanzó una larga y sonora carcajada que aún cosquillea en mi mente. Se persigue a veces un sueño y a renglón seguido el contrario.