Todos pensamos en la muerte, en el otro lado, en el misterio. Nos pasamos la vida dándole forma a la muerte, pero lo cierto es que nunca acabamos de moldear algo medianamente digno, algo que resulte atractivo, en sintonía con lo que nos cuentan los sacerdotes de todas las religiones desde su estrado. Porque claro lo del paraíso terrenal, en cuanto adquirimos cierta madurez, suena bastante a moto. Si lo concebimos como un espacio físico, con grandes plantas relucientes y gacelas thompson al trote, ¿con qué formato nos presentamos nosotros? ¿Con el de la edad de la muerte? No parece apropiado convertir un vergel en geriátrico. Entonces piensas que la cosa debe de ir de vapores, de formas tipo nube, de espíritus fluctuantes. Pero ahí la cosa también chirría. Un hombre convertido en masa brumosa, ¿a qué dedica el tiempo libre? ¿no se aburrirá como una mona? Cuidado, que vivir eternamente tras la muerte puede convertirse en un monumental coñazo. ¿O no? Sin horarios, sin tarea, sin llamadas al teléfono móvil, sin (quizá) necesidad de dormir, los días pueden volverse infinitos. Esto sólo podría tener una salvedad: que esos paseos aerostáticos pudieras darlos sobre tu ciudad, tus montes favoritos, cotilleando la actividad de los vivos conocidos, yendo los domingos al Molinón a sufrir. Pero esto tampoco cuela. Al cabo de un tiempo dejaría de haber paseantes reconocibles. Podrías también ir a cotillear a Angelina Jolie en la ducha. Pero el atasco de ánimas requeriría, seguramente, un taquillero o un poco de organización al menos para que la cosa no acabara en reyerta.
Todo chirría por tanto cuando intentamos dar forma a la muerte, cuando intentamos seguir el hilo conductor del señor cura, que niega cualquier trascendencia a las lagartijas, las plantas o los grajos, pero se la asegura, nadie sabe con qué información privilegiada, a los bípedos que habitan el planeta. ¡Pero si somos lo peor! ¡Pero si vamos todos en el mismo barco! Oiga usted, que aquí o todos o ninguno. Cuando vemos el esqueleto de un animal en el monte a nadie se le ocurre pensar que haya elevado su espíritu al más allá. En cambio, un esqueleto humano es claramente, o al menos eso queremos pensar, un recipiente de sabiduría evaporada. Con lo bien que se debe de estar convertido en piedra, en calcio o en el fondo de un charco. Cero preocupaciones, relax caribeño y ni una gota de ruido. Brindo por la nada más absoluta.