La vara del Calvo (Codema) | Campo y playu - Blogs elcomercio.es >

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Adrián Ausín

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La vara del Calvo (Codema)

Cada vez que bajo caminando por Suárez Valdés y paso frente al portón del Codema visualizo al padre Calvo repartiendo estopa con su vara. Aquel hombre disciplinado, vestido siempre de azul marino, con el pelo ceñido y gafas vivía pegado a aquella vara que usaba a diario. En el recreo estaba en su salsa. Había carreras, gritos, cierto desmán infantil. El portón se abría y algunos niños salían del recinto del colegio a comprar un bocadillo en la calle Alarcón o simplemente tomar la fresca, mientras otros ocupaban el patio al completo para improvisar un partido de fútbol. En aquel pequeño caos que se producía de once a once y media de la mañana el Calvo era la autoridad por antonomasia. Y no había recreo en el que no usara la vara. La ocasión más propicia se producía nada más tocar el silbato. Con el pitido nos anunciaba que debíamos retornar a las clases, pero las masas tardaban siempre un poco en encaminarse hacia las escaleras. Era entonces la ocasión más propicia para escorrernos con la vara como un gallo siguiendo a las pitinas.

Luego llegaba la clase de Historia. El Calvo se trasmutaba. Apoyado en la mesa del profesor, empezaba a recrear batallas mientras los ojos se le iban poniendo en blanco. Cualquier sonido le molestaba y si se sentía incomodado por alguien, léase un servidor, no dudaba en interrumpir la explicación para dar un buen varazo al infractor. En una ocasión, no recuerdo exactamente cuál fue mi fechoría, quedé castigado a ir un mes entero al colegio de ocho a nueve de la mañana a una sala de estudio que había en la zona central. Si para mí, con 12 ó 13 años, resultaba una tortura china levantarme a las ocho de la mañana, adelantar el reloj a las siete era algo que literalmente me mataba. Llegaba a la sala de estudio con mis libros y mis cuadernos y allí estaba el Calvo, que me había impuesto un sistema de control para que no se la diera con queso. En un folio yo debía ir escribiendo la fecha cada día y él le acompañaba su firma a la derecha.

Cuando llevaba dos semanas de suplicio decidí no volver. El Calvo había establecido que le entregara el folio con las firmas una vez acabado el mes de castigo. Así que esperé dos semanas más, corté el folio en vertical, entre las fechas y las firmas, y añadí las fechas que faltaban a la derecha. La cosa era bastante chapucera, pues se leía primero la firma y luego la fecha, lo cual no dejaba de resultar extraño. El Calvo puso cara de extrañeza cuando se las di, pero quizá se dio cuenta de que no podía demostrar que aquello no era válido y dejó correr el asunto. Ya me había dado demasiado la vara. En mis caminatas hacia el Muro, vi al Calvo por última vez al pasar frente al Codema hace cosa de diez o doce años. Nada había cambiado. Estaba custodiando el portón, tenía la vara en la mano y escorría con ella a un grupo de alumnos. Yo me quedé petrificado por la imagen, que parecía sacada de un viejo álbum del colegio. Por si hubiera alguna duda sobre mis experiencias personales con aquel disciplinado claretiano, quiso la casualidad que pasaran al mismo tiempo otros dos exalumnos por la escena del crimen y comentasen, sorprendidos, cómo el Calvo seguía en forma con sus varazos tanto tiempo después. Yo asentí mientras lo imaginaba durmiendo por las noches, cual conde Drácula, con la vara en el pecho asida por ambas manos.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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