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Adrián Ausín

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Mis chuletas en el Codema

Copiar es un arte como otro cualquiera. En el Codema, en aquellos cinco años caracterizados por mi haraganería, copié por tierra, mar y aire; lo que no me impidió suspender un promedio trimestral de tres a cinco asignaturas. Nunca repetí curso, pues me convertí con el tiempo en el rey de septiembre. Pero copiar copié lo mío. En Ciencias, con aquel profesor que rebautizamos como ‘El Pirripi’, llegué a hacer el más difícil todavía, lo cual no me evitó el suspenso. Él sabía que yo iba a intentar copiar, así que al empezar el examen me colocaba en primera fila, justo frente a él. Apenas nos separaba un metro. Sin embargo, a esa distancia, copiaba. Y él no me pillaba. Mi técnica era más bien sencilla. Cogía un folio, lo cortaba en formato rectangular, de forma que se adaptase a mi muñeca y escribía en él por las dos caras el resumen de cada lección. Luego lo plastificaba. Tanto curro me metía que en ese tiempo probablemente podría haber estudiado como para sacar un notable. Pero a base de resumir los temas algo me quedaba en la sesera. Así que iba al examen con una docena de chuletas colocadas por lecciones, elegía la adecuada y la metía en la manga derecha. Cuando el Pirripi no miraba, la asomaba un poco y escribía. Me esforzaba mucho en la tarea, pero el profesor ya me lo adelantó un día: ‘Ausín, te voy a suspender’. Así de rotundo. Sin ni siquiera leer mis procelosos exámenes. Y me suspendió.

El año estelar de las grandes copiadas fue el único en el que aprobé todas en junio: Sexto de EGB. Nos tocó una clase alargada, con ventanas pequeñas, que daba a la calle Alarcón. Cuando llegaba el examen, yo me sentaba todo lo rezagado que podía y tal era la distancia que con algunos profesores más pasotas tiraba directamente de libro. Así aprobé Historia, con el Palacios, pese a sus advertencias por pequeñas indisciplinas: ‘Delegado notifique: actitud negativa, comportamiento incorrecto, aviso muy grave, próxima vez: septiembre’. El mensaje telegráfico era siempre el mismo. Nos lo tomábamos muy poco en serio. Pero él, erre que erre. Aquella clase alargada donde un día entraba el Rafa con sus clases de Lengua, su bigote y su pelucón (estilo Boby Edwing en Dallas) y otro la Esther, su novia, con sus horripilantes tintes a tres colores para darnos Matemáticas, me proporcionó el único expediente limpio en el mes de junio de mis cinco años en el Codema, entre 5º de EGB y 1º de BUP.

Aquel histórico año sólo descuidé verdaderamente una asignatura: Dibujo. En la primera evaluación había que dibujar un chalé en perspectiva. Lo hice. Y saqué un digno suficiente. En la segunda la cosa había evolucionado, pero yo me quedé en el chalé. Creo recordar que el profesor, un hombre bueno, se llamaba ‘El Manolo’. Yo le entregué de nuevo mi chalé, pues aquello de progresar en los puntos que fugan a infinito y las leyes de la gravedad aplicadas al dibujo no era mi fuerte. Suspendí las tres evaluaciones siguientes al haber dejado aparcada mi vocación de pintor. El último día de clase, era la única asignatura que tenía verdaderamente cruda. No llegaba ni a brote verde. Sin embargo, aquella última semana yo había sido un chico bueno y había hecho, excepcionalmente, el trabajo que pedía El Manolo. Ese había sido mi particular guiño para hacerme acreedor de su magnificencia. Y la cosa funcionó milagrosamente. Sonó el timbre, el profesor recogió su maletín, se dirigió a la puerta para despedirse de aquella clase hasta el año siguiente y a mitad de camino, de repente, paró, se giró hacia los pupitres y me espetó: “Ausín, aprobao”. Yo, incrédulo, solté un grito de júbilo. Cuando llevé a casa aquella libreta blanca llena de suficientes, e incluso con algún bien, mi padre no daba crédito. Nunca más iba a ver algo semejante hasta que me fui a la Universidad, adonde llegué fresco como una lechuga.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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