Llevo unos días sumido en un infierno mental. Nunca calificaré a Gijón de infierno. Pero volver de Cádiz, de sus playas, de su gastronomía, de su placidez para sumergirte en un manto de lluvia y frío está resultando algo duro de pelar. Siento a Gijón húmedo y recuerdo a Cádiz seco; siento a Gijón más bien entristecido, apesadumbrado, y recuerdo a Cádiz alegre, vital. Desde que volé en Ryanair, de vuelta, el pasado miércoles, lanzo un ancla cada cinco minutos rumbo a Chipiona. Tras sobrevolar España, se agarra primero en el Bar La Peña Bética, donde desayunas tu zumito de naranja y tu tosta de pan con tomate mientras te recreas en sus cuatro paredes: futbolistas del Betis en una, presididos, cómo no, por Rafael Gordillo; cuatro marcos en otra, a saber: una jovencísima Rocío Jurado emergiendo de las aguas marinas junto al faro de Chipiona, una Virgen y dos leyendas. Una dice ‘Hay sangría’. La otra, ‘Hay caracoles y cabrillas’. En todas las paredes lucen azulejos verdiblancos y tras la barra hay un camarero guasón. Mientras desayunas, pones la antena. Cuatro mujeronas se lanzan puyas continuamente y ríen. Da gusto su buen humor. Contagia. Con su alegría de vivir, sales al mar y te pones a caminar por la inmensa playa de la Ballena un par de horas, hasta quedar a los pies de Rota. A la vuelta, paras en un chiringuito para comer rico con la vista puesta en el cielo azul. Hay 19 grados y una leve brisa fresca.
A media tarde, siesteas un poco en la habitación. Luego lees con los dos balcones abiertos, con murmullos gaditanos seis metros abajo, en la calle, por donde a las ocho pasará una procesión. En Sanlúcar de Barrameda, tras toparte con otra procesión, llegas a la plaza del Cabildo y no cabe un alma. Vuelta a Chipiona. Allí, en una preciosa bodega, la mesa se llena con los siguientes manjares: un plato de jamón ibérico, unas aceitunas gordas, rotas y jugosas, un plato de chicharrón, una media de manzanilla casera (luego, otra media) y, de postre, moscatel también casero. Elevado el paladar a los altares, duermes once horas, que para eso se hicieron las vacaciones.
Podrías repetir el plan exactamente los seis días y resultaría maravilloso. Pero le vas introduciendo pequeñas variables. El día más soleado lo pasas entero en la playa, con silla y sombrilla. Ese quizá te brinde la sensación de mayor haraganería. Espatarrado, displicente, leyendo la última novela de Houellebecq, mirando a veces a izquierda y derecha la inmensidad del arenal, donde imaginas en lontananza, semisumergida, la estatua de la libertad, tal cual aparece en ‘El planeta de los simios’; con esporádicos paseos y un parón para saciar el hambre en un chiringuito apoyado en un tonel. Esta imagen playera es el ancla que más veces lanzo estos días mientras me protejo de la lluvia. Se incrusta en la arena de Cádiz y saltas a la maroma, desde este humedecido Cantábrico, como si fuera una tirolina. Mi reino por tres horas de paz solar. Pero las brumas de Gijón oprimen la vista y el olfato.
El tercer lanzamiento es al barco cogido en Sanlúcar de Barrameda para navegar trece kilómetros Guadalquivir arriba con una parada en cada orilla, ambas en Doñana: a la derecha, el parque natural, donde producen sal a saco; a la izquierda, el parque nacional, donde, llegados a un edificio mirador, puedes contemplar por unas ranuras un precioso paraje de hierba rala y matorral salpicado de manadas de gamos y cigüeñas picoteando el suelo. Tal parece un pequeño paraíso terrenal. El cuarto ancla, el del paladar, tiene en la plaza del Cabildo de Sanlúcar muchas sedes; el Barbiana, el Balbino, la Gitana… Sentarte, pedir tu manzanilla y empezar a recitar tapas y medias raciones es una experiencia auténticamente religiosa: cañaíllas, salmorejo, huevas aliñás, jamón, ortiguillas, cazón… Acabas y te apetece empezar otra vez.
El quinto ancla es el viaje adicional realizado durante el retorno a Sevilla para coger el avión. Tras una parada en Arcos de la Frontera, seguir la carretera que se adentra en la sierra de Grazalema es un culto a la vista. Pueblan estos montes los pinsapos, un tipo de pino endémico que adorna un paraje rocoso. Tras hacer cumbre, a dos kilómetros del descenso se descubre Grazalema mirando al otro valle. Es la localidad que recoge más lluvia al año en toda España, un bonito pueblo blanco en una ubicación privilegiada. La última escala es Ubrique, que deslumbra blancura, tras una curva, haciendo un luminoso contraste con una montaña gris. Con estas imágenes en las alforjas, despegar rumbo a Santander constituye un auténtico acto contra natura en esta lluviosa época del año. Pero aquí estoy, en casa, escribiendo algo así como ‘mi felicidad son recuerdos de un balcón de Chipiona…’ para darme ánimo a mí mismo y a quien me quiera escuchar. Cádiz, Cádiz, Cái… A tus brazos acudiré cuando me convierta en un feliz jubileta liberado por el tiempo y el espacio.