Aterrizamos en Cayo Largo a bordo de un helicóptero sin puerta de la Compañía Aerogaviota. El aeropuerto de la isla cubana era pequeño, con un modesto edificio rematado por un techo de paja. Ante la puerta principal, un grupo de salsa hacía los honores a tan distinguida visita: ocho simples turistas en vuelo procedente de La Habana. Entre ellos, un servidor y su amigo José. Aquel recibimiento nos dio alas, las mismas que le faltaban a nuestro medio de transporte. Habíamos elegido el helicóptero tras un overbooking del avión, un modelo polaco de la Segunda Guerra Mundial que inspiraba la misma escasa fiabilidad. Sin embargo, la cosa funcionó. En apenas una hora, en vuelo bajo, divisando el Caribe, con sus islotes, habíamos ido turnándonos en la silla situada junto a la puerta sin puerta, bien atados al cinturón de seguridad, por si las moscas, para divisar el agua cristalina, las palmeras ocasionales e intentar ver algún que otro tiburón. Aquel recibimiento en la isla era un presagio de que nos lo íbamos a pasar bomba. Así fue.
La primera de las cuatro jornadas que íbamos a estar en Cayo Largo la pasamos tranquilos. Tomamos posesión del bungaló, fuimos a la playa y nos relajamos todo y más. Hacía un sol maravilloso, el agua estaba cristalina y con las gafas de bucear podías ver corales, estrellas de mar y barracudas a escasos metros de la arena. Llegó la noche. Tras una cena simpática, preguntamos dónde se podía tomar algo. La respuesta fue sencilla: en la discoteca. ¿Y dónde está la discoteca? Más sencilla aún: en el aeropuerto. Total, que nos fuimos al aeropuerto. Lo que de día era una amplia estancia donde se recibía a los viajeros de noche era un escenario con actuación en directo y mucho ambiente. En ese confortable marco se imponía un poco de ron. Pero como muchos pocos hacen un mucho decidimos cortar por lo sano y pedir una botella. La banda sonaba de cine. Tocaban esas canciones salseras que se prolongan con un estribillo machacón que a mí me encantan. Así que cuando el ron se subió a la cabeza y bajó hasta los pies ya estábamos José y yo dándolo todo en la pista.
La evolución de la noche resultó curiosísima. La banda tocaba al mismo ras de la pista. No había tarima. Quizás animados por el fragor de la batalla nocturna, los miembros del grupo cada vez estaban un poco más adelante y los agradecidos bailongos también. La exaltación de la amistad entre concertistas y público llegó a tal punto que hubo un momento en que estábamos todos mezclados. Así que de repente te encontrabas bailando en un punto equidistante del batería, el guitarra y el cantante. O sea, en medio de ellos. Yo, enloquecido por la salsa y por el ron, intenté llevar a cabo uno de mis sueños más repetitivos: que doy un concierto y que lo hago dabuten, vamos que suena bien. Así que me acerqué al cantante y le pedí que me dejara el micrófono para seguir yo con el clásico estribillo desfasante (…y si la negra dice qué… que tumbe….y si la negra dice qué… que tumbe). El sonido era ensordecedor, pero yo le suplicaba al cantante que me cediera un minuto de gloria. Una y otra vez. El tío, por suerte, no me hizo ni caso, pues en caso de haberme cedido los trastos igual me hubiera ido linchado de aquel aeropuerto-discoteca.
Bailamos horas José y yo, agotamos la botella de ron y cuando acabó todo montamos en una furgonetilla que habría de dejarnos en nuestro bungaló. Íbamos ya para la habitación cuando un cubano empezó a darnos la tabarra. A las cuatro de la mañana, en Cayo Largo, quería explicarnos por qué no estaba “de acueldo con Aznal” (estábamos en noviembre de 1996). Yo quise ahogarlo tras aquella sobredosis de diversión salsera. Pero me contuve. Mientras el cubano desplegaba su batería de argumentos a José, opté por tirarme vestido a la piscina de nuestro complejo hotelero. Me libré en un instante del plasta y despejé uno de los pedos más divertidos de mi vida.