Ya cumplí el ritual de mayo. Qué felicidad. Echar a andar la huerta es una labor gratificante que te llena de oxígeno por dentro. La primera tarea te eleva a los altares del machomán. Vas a ver al suegro, charlas un poco con él y le tomas prestado el rotovator, cargándolo en el remolque como si fueras un auténtico granjero de Arkansas. Tirar de la anilla de arranque es una experiencia religiosa. Al cabo de dos o tres intentos, comienza a sonar un vago ruido de motor, sale un humo negro y hace amagos de calarse. Entonces quitas el aire, la máquina comienza a rugir en condiciones, entras a la huerta y revuelves la tierra durante media hora. Emerge negra, brillante, con gruesos gusanos despertados de su modorra por todas partes. La tierra está húmeda por las lluvias recientes, con lo que se trocea con facilidad. Las aspas del rotovator trabajan sin desmayo. Cuando lo apagas, la tierra está lista; calla la maquinona y renuena algún ferre. La primera parte del trabajo está hecha. Limpias todo, cargas, vuelves a visitar al suegro y luego haces una parada en la Cooperativa y Dalpen. El botín es el siguente en número de plantones: 24 tomates, 30 pimientos, 18 lechugas, 12 espinacas, 7 calabacines, 6 pepinos, 6 acelgas y 2 de perejil. O sea, 105 unidades comestibles.
Al día siguiente, la plantación. Llegas a las nueve de la mañana al prao. Preparas el cubo de agua, las palas, los plantones y empiezas a hacer las calles sentado en una tayuela. El resultado, 90 minutos después, es maravilloso: una tierra brillante (ha pasado la invernada enriqueciéndose con magaya, hojas y cucho) y una vegetación menuda. Negro y verde en perfecto contraste. La huerta está lista, rodeada de unas bolitas de molusquicida para prevenir visitas indeseadas, y ávida de agua y sol para empezar a ofender la vista con sus fuertes colores de vida: sus rojos tomates, sus inmensos calabacines, sus relucientes lechugas, esos pimientos que se descuelgan por las ramas como pendientes, ese perejil cotilla… Marchas a las diez y media de la mañana con la sonrisa en los labios, mirando de reojo ese rincón que te dará de comer muchos días durante el verano y vuelves al mundanal ruido. En esa esplendorosa huerta, entre plantones y gusanos, queda prendida tu ilusión para los próximos cuatro meses.