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Adrián Ausín

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El baile del oso

Cuando desperté, en mi almena del Palacio Revillagigedo, aún no había amanecido. El servicio dormía, así que me instalé cómodamente en la cocina con dos gruesas rebanadas de pan untadas de aceite, un gran vaso de zumo de naranja y tres huevos fritos con beicon. Tenía gran afición a galopar por la campiña gijonesa en el umbral del amanecer antes de despachar con los emisarios. A las 5.30 de la mañana salí al galope desde las caballerizas, atravesé la plaza Mayor y fustigé al rocín por toda la playa hasta perderme por las primeras masas boscosas de Somió. Allí se respiraba aire puro, olía a humedad y no escuchaba mayor ruido que el que quisieran proporcionarme aves, venados o mustélidos. La energía que desprendía aquella mañana, 19 de mayo de 1812, no tenía freno. Quería galopar hasta la extenuación, darme mi baño de agua de mar en San Lorenzo y trabajar unas horas hasta la pitanza, cuando vería a mi esposa y planificaríamos el baile de la noche. Sin embargo, no todo ocurre como se planea.

Aún era noche cerrada cuando cruzaba el puente de piedra de la parroquia de Deva y giraba por aquel camino cerrado que me obligaba a veces a agacharme para esquivar alguna rama baja del robledal. De repente noté que el caballo se contraía en el mismo instante en que un descomunal oso pardo emergía ante nosotros y se ponía a rugir erguido. El rocín alzó las patas delanteras, hizo un escorzo a la izquierda que casi nos lleva a los dos al suelo, intenté recuperar el control mientras avanzaba unos metros rozando al oso y caí definitivamente mientras mi fiel Baiku me abandonaba aterrorizado. Quedé tendido entre la maleza, junto a una muria, sin caballo y con el oso girándose hacia mí a apenas diez pasos. Mis posibilidades de huir eran nulas si quería atraparme. De modo que opté por quedarme quieto y dejar obrar a la providencia. La sangre manaba por mi frente. Debía tener una brecha en la cabeza. Escuchaba el discurrir del río Peñafrancia y el rugido de aquel animal, mientras pensaba aceleradamente que quizá estaba ante el último lienzo que compondría mi despedida de este mundo a aquella crepuscular hora en la que aún no había cantado el gallo.

El oso caminó directo hacia mí con andar cansino. Quedé totalmente quieto, mirándole sereno, resignado mientras recibía en los labios el sabor de mi propia sangre. El animal acercó el hocico hacia mis rodillas, recorrió con él todo mi cuerpo en un gesto rápido y, soprendentemente, comenzó a lamerme la herida. El primer lenguetazo me recorrió la frente y el pelo. El segundo atravesó mi boca, me pasó por la nariz y acabó por rozarme el ojo derecho. No daba crédito. Un oso pardo inmenso sombreaba mi figura entera, mientras pasaba su áspera lengua por mi cara. No cabía más que ‘dejarse hacer’ en pos de que aquel animal no se ensañara y me convirtiera en carroña. El gruñido inicial que soltó cuando se encaminó hacia su presa, fruto quizá del susto, se convertía ahora en una sucesión de lametazos. Dudaba aún si lo que hacía era restañar la herida o simplemente alimentarse de mi sangre, que quizás le supiera a gloria bendita. Si yo había desayunado tostadas, huevos y beicon; igual para él no era menor manjar la sangre del marqués de San Esteban del Mar. Me lamió repetidas veces, rozó con su pata mi pecho en tres ocasiones, como si buscase un signo de vida, a lo que respondí con una simulada indiferencia y se fue. Inició su andar pausado paralelo al río y se perdió entre la vegetación del primer recodo emitiendo un sonido seco, parecido al de mi propio caballo cuando acaricias sus sólidos lomos. ¿Era una mueca de despedida o un gruñido de advertencia como diciendo ‘no vuelvas a molestarme; estás en mi territorio’?  Acaso ambas cosas a la vez.

Dejé pasar un plácido minuto procesando lo ocurrido, respirando junto al Peñafrancia. Pensé entonces en el baile de esa noche que conmemoraría mis diez años de matrimonio. Podría haberse convertido en funeral. Sin embargo, aquel oso había indultado al intruso que le había dado un susto de muerte. Me incorporé con un tremendo dolor de cabeza y comencé a caminar. Cuando tres horas después llegaba a la orilla del Cantábrico, entre las dunas de arenisca que anunciaban la vecindad de Gijón, el oso parecía fruto de un extraño sueño. En el palacio había un trajín enorme, la alarma había cundido con la llegada solitaria del rocín y muchos mozos habían salido en mi busca. Mi esposa salió corriendo a la plaza del Marqués y me abrazó mientras me interrogaba por lo ocurrido y observaba la herida  en la frente. El oso me había dejado también su marca, suavemente, en el cuello, detrás de la oreja izquierda. Aquel leve zarpazo sería la estrella del baile conmemorativo de nuestros esponsales. El Conde de Eguen, venido expresamente desde Potes, no daba crédito a mi narración; al tiempo que los hermanos Bosco y Juan, expertos cazadores, conjeturaban sobre el comportamiento del plantígrado. Cuando nos lanzamos todos a la pista de baile, aquel oso disecado que presidía el salón, un ejemplar siberiano regalado años atrás por los insignes cazadores, parecía mirarnos a todos como si nos estuviera perdonando la vida. Crucé mi mirada con aquellos ojos vidriosos, carentes de vida, y me sentí en deuda eterna con aquel bello animal.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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