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Adrián Ausín

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El señor de Montalto

Vacaciones 2012 (2)

El señor de Montalto soy yo. Ya era hora de recibir un poco de reconocimiento a tanta entrega por la piel de toro. La gesta trujillense, la reconquista de España por Francisco de Pizarro, había tenido un inductor, un gijonés que pasó por la noble ciudad extremeña en su viaje hacia la provincia de Cádiz. El Comité de Sabios que había quedado al frente del país descubrió la identidad al repasar los vídeos de los asaltos al Congreso de los Diputados. Habían congelado la imagen en el preciso instante en que decapitaba de un certero espadazo a cinco diputados de una vez (dos de IU, dos del PSOE y cuatro del PP). En una foto de móvil, tomada por un joven trujillense desde sus murallas, cuando abandonaba la señorial urbe, se veía nítidamente la matrícula del coche. Así dieron conmigo. El nombramiento fue tan rápido que cuando, unos días después, llegué al Palacio de Medina Sidonia para alojarme, en el barrio alto de Sanlúcar de Barrameda, la habitación reservada lucía mi escudo junto a la puerta. Inicialmente no me sentí identificado. Sin embargo, cuando decidí prolongar la estancia una noche más, embargado por los aromas de barrica y el suave viento de Poniente, que entraban a la habitación a través de los jardines de palacio, cortados por el perfil de sus almenas, descubrí la verdad.

La camarera de la cafetería me informó de que debía telefonear a la encargada de palacio, ausente en esos momentos. Pasó al recibidor, marcó e informó a Cari, viuda de la duquesita, de mi petición de la siguiente manera: “El señor de Montalto, que sale mañana, quiere estar una noche más”. Escuchar aquello e hincharme como un pavo fue todo uno. Me había llamado “el señor de Montalto” a mí, a un españolito de a pie con oficio pero sin beneficio. Mi porte, desde aquel preciso instante, se trasmutó. Comencé a andar por los jardines de palacio más erguido, a mirar a mi alrededor de soslayo, a respirar con pausa. Indiqué a mi dama que a partir de entonces había de moderar el trato, guardar las formas, vaya. Y comencé a vivir en una nube como un auténtico príncipe. La distinción, con la que estaba cayendo, no era remunerada. No traía consigo tierras ni prebendas. Pero poseía ya mi pequeño terruño de Arroes, con lo que empecé a maquinar instalar a mi vuelta unos estandartes y adquirir a buen precio una yeguada. Asimismo, inicié consultas vía tablet con los más prestigiosos esteticistas sobre la conveniencia de dejarme un bigotito fino sobre el labio superior. Había salvado a la patria, qué diantre. Ya no podía ser el mismo.

Aquel día en que cambió mi identidad descendí a los cielos del barrio bajo de Sanlúcar con mi dama a mi derecha y la mirada al frente, saludamos a la plebe al estilo de los Príncipes de Asturias, con una amable sonrisa y un velo en la mirada que les recordase en todo momento que se encontraban ante los Señores de Montalto. La Plaza del Cabildo bullía. Nos regocijamos con su ambiente y decidimos poner rumbo a Bajo de Guía, a un lugar más íntimo. Allí nos aguardaba El Bigote, restaurante señero donde los haya, con su dueño aguardando en la puerta. Hizo ademán de besarme la mano o cuando menos acariciar con sus labios el sello con una piedra de zafiro que me había colocado en mi anular. “Mi señor, ha salvado usted a España”, clamó. Sus palabras me conmovieron y decidí abrazarlo superficialmente. Luego llegó la bacanal gastronómica: carpacho de lomos de gamba blanca, tataki de atún rojo, piparrada, ventresca a la plancha, dulces de las monjas y bizcochos borrachinos. Todo ello regado con una botella de Antonio Barbadillo y remachado con un rico café y unos licores. Al finalizar, literalmente levitaba. Había trabado amistad con el camarero, quien me informaba puntualmente de las novedades del Bigote. Acaba de pasar un famoso. ¿Quién? Jurado, el futbolista del Shalke 04. Ah. ¿Y Guiza? ¿Sigue por aquí? Sí, vive aquí. Ya tiene casa. Pero hoy no ha venido. Ahhhh. Mi título me había decidido a rematar alguna frase que otra con interjeciones artificialmente alargadas. Un toque de distinción que juzgué apropiado.

Mis días en Sanlúcar de Barrameda resultaron como un bálsamo. Pero mi fama crecía. A las puertas del Palacio de Medina Sidonia era habitual toparte con agrupaciones de parroquianos que aguardaban para vitorear la gesta de Trujillo. Era grato tanto reconocimiento, pero mi dama y yo acabamos por añorar nuestro anonimato. Así que comenzamos a salir y entrar de palacio por una zona almenada por donde resultaba fácil trepar. Despojado de los ropajes y el anillo, con un informal pantalón corto, logré ver la final de la Eurocopa 2012 confundido con la plebe en la plaza de San Roque. En unas sillas improvisadas frente a un televisor me puse ciego de jamón ibérico, queso de oveja y rebujitos mientras aplaudía con alegría los goles de España, hacía la ola con el populacho y me llenaba de Hispanidad bramando consignas patrias. ¡Qué tarde aquella! A mi lado, un jerezano y un sanluqueño descubrieron la identidad astur de sus vecinos de silla y rememoraron con su gracejo habitual sus días por las Asturias, el mucho ambiente y los pocos niños de nuestra tierra y aquella caja de sidra que se llevaron al Sur de recuerdo de la que sólo llegó una botella entera a destino. “Quillo, no sé qué pasó por el camino, pero sólo nos pudimos beber una”.

Cuando llegó la hora de regresar al Norte, se acumulaban en la retina las sesiones de playa en el Cabo Trafalgar, las pitanzas en Vejer de la Frontera y Punta Paloma, los paseos costeros por Chipiona, el flamenco destilado en el Bodegón de Arte A Contratiempo, las jornadas gastronómicas en Balbino, las sesiones de silla y sombrilla en Costa Ballena, los aromas de las bodegas de fino y manzanilla, el señorío de Jerez, el gracejo y simpatía de los gaditanos… Tal era el cúmulo de sensaciones vividas que el Señor de Montalto se descubrió de repente al borde del llanto. ¿Por qué abandonar esta bella tierra? ¿Cuándo regresar de nuevo? Pero otras empresas le aguardaban en esta España nuestra tan llena de colores y sabores. La experiencia acumulada por el título nobiliario tan justamente adquirido era breve pero intensa. Sin embargo, Montalto y su dama concluyeron que les placía más la vida anónima, fundirse con el pueblo como siempre hicieron sin protocolos ni alharacas. Tras una sincera conversación mantenida en los jardines de palacio, fundida con un hermoso y mundano morreo, decidieron donar a la Fundación Medina Sidonia los escudos, blasones y vestuarios recibidos con motivo del nombramiento; así como girar una misiva al Comité de Sabios que dirigía con mano certera el rumbo del país en la que expresaban su agradecimiento y su renuncia. Con atuendo ligero, la feliz pareja abandonó la morada sanluqueña sin que la masa agrupada ante sus puertas, que crecía día a día, intuyera siquiera que quien se abría paso eran el Señor y la Señora de Montalto.

 

 

 

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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