Vaciones 2012 (3)
Estar con Philip Roth en la playa es una experiencia placentera. En Costa Ballena o en Cabo Trafalgar o en El Palmar, con las sillas desplegadas bajo una buena sombrilla; con veintimuchos grados y, a ser posible, viento suave de Poniente; Roth es un oportuno compañero de folganza, además, claro está, de la bella dama que acompaña al lector. Si el público es escaso en el arenal, como el flamante premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012 tiene por costumbre desnudarse ante sus lectores, éste hace lo propio y abre sus libros como vino al mundo, con el mar por testigo y el bañador haciendo de oportuno intermediario hecho una pelota sobre sus atributos (no se vaya a escandalizar alguna paseante metida en años o en conventos). De modo que mientras el aire fresco recorre el cuerpo con entera libertad, Roth comienza a narrar su infancia, su adolescencia, sus complejos familiares, su turbulenta relación con las mujeres, sus obsesiones sexuales, su singular judaísmo (crítico pero persistente en toda su obra, luego no tan crítico) hasta que su mundo comienza a convivir en buena hermandad con la atmósfera gaditana.
En Trafalgar toca ‘La mancha humana’. La playa está presidida al Este por el insigne faro, mientras al Oeste se pierde la vista en un roquero a cuya vuelta prosigue convertida en El Palmar, así durante varios kilómetros, hasta chocar con Conil de la Frontera. Trazas un muro de arena con el pie con la pierna recta estirada, de modo que el cuerpo funcione como un compás. Es un muro por tanto curvo sobre el que enseguida trepa un pequeño escarabajo negro. Pasa de un lado a otro y sigue su camino. Entonces toca profundizar en Coleman, un personaje atormentado, confuso y culto cuya traumática salida de la Univesidad donde había sido un brillante rector condiciona toda la trama. Novela entretenida, muy bien rematada. Sin embargo, cuando en la siguiente escala playera la ataque la esposa se abrirá un interesante debate marital. El personaje, a sus 71 años, viudo y repudiado por la comunidad universitaria, se lía con una mujer de la limpieza mucho más joven marcada por la fatalidad. Él pone sabiduría y ella, sexo, trasgresión y compañía. Ambos son dos almas solitarias. De ahí que yo no vea mal en absoluto su unión. A la esposa, en cambio, le parece que no es coherente con su pasado. Piensa básicamente en los hijos del protagonista. Pues yo me alegraría por mi padre si él está a gusto, insisto. El debate anima la tarde tras haber abierto un paréntesis playero para tomar dos gazpachos y una ensaladilla sobre un tonel. Bendito debate.
Mientras la esposa se cabrea con Coleman en Costa Ballena, su oponente se divierte con ‘El mal de Portnoy’, el libro más trasgresor de Roth, donde cuenta los traumas de su infancia, la etapa de pajillero adolescente (su polla protagoniza capítulos enteros) y sus turbulentas relaciones con las tías, en quienes ve básicamente coños con patas. Lo escribe desde el horizonte de los treintaipico años. Además de su mundo sexual, Roth destripa el mundo familiar. Pinta una familia ñoña, los Portnoy, con padres petardos, insufribles, ridículos, pesaos, obsesionados con las normas, con la limpieza, con las costumbres judías; contra las que se rebela el autor. ¿Autobiográfico? Parece bastante. Leyendo ‘El mal de Portnoy’ suelto alguna sonora carcajada en plena playa, pero cuando la esposa me pregunta le matizo: Este libro ye pa paisanos. Si cae en sus manos, el debate sobre Coleman no será más que un aperitivo. Tachará a Roth de machista, de misógino y de más cosas; seguramente con razón, pero yo me lo estoy pasando bomba con el libro que, además de todo lo dicho, está escrito con alta calidad literaria, como ‘La mancha humana’ y como ‘La conjura contra América’, leído a principios de año.
De ‘Portnoy’ sólo me queda una duda importante. ¿Cómo le sentaría a los padres de Philip Roth? Ahora que, acabadas las vacaciones, inmerso en las brumas veraniegas de Gijón, apuro las últimas hojas de ‘Patrimonio’ creo que su familia le habrá perdonado; en especial su padre. Si trituró a los Portnoy en su momento, luego encumbró la figura paterna en ese libro que arranca con el diagnóstico de un tumor cerebral que determinará los últimos días de un judío de 86 años. Ese señor es su padre y el autor le cuidará esos meses finales como nadie. Cuando le dieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006 a Paul Auster, éste mostró su extrañeza por recibir la distinción antes que su maestro. Seis años después, se ha hecho justicia, aunque Roth haya abierto algún que otro debate en las playas gaditanas.