Vacaciones 2012 (y 7)
Como era de esperar, en Silos reina la paz. Pero no tanta. A Santo Domingo de Silos se llega por una desviación de la carretera nacional Soria-Burgos, un sinuoso trayecto, con bonitos paisajes, por el que te acabas asomando a un valle oculto. En la parte alta del pueblo, tras las últimas casas, accedes a un gran aparcamiento que delata ciertas aglomeraciones en momentos críticos. Quizá en Semana Santa y en agosto. Pero es julio y apenas lo habitan dos o tres coches más. El monasterio está en el centro del pueblo. Tras franquear la puerta de entrada, descubres una tienda de recuerdos y un mostrador, donde un señor más bien seco te cobra y te invita a incorporarte a la visita guiada que comenzó hace cinco minutos. Te incorporas. Un guía vestido de tonos grises y azules con el pelo perfectamente peinado (imagino ‘estilo Valladolid’), la tez blanca y la barba pulcramente afeitada describe las excelencias del claustro y de los diez siglos que le contemplan como si estuviera rezando el rosario. Enumera estilos, épocas, características y virtudes con el mismo ritmo monocorde y acelerado. Unas palabras se comen a las otras, hasta hacer casi imposible procesar todos los datos. Cuando se detiene en el rincón del valioso relieve en el que Santo Tomás inserta su dedo índice en la llaga de Jesucristo suena un móvil y sin alterar un ápice su explicación intercala un escueto, pero duro, “móviles no” para censurar a la pecadora, tras lo cual prosigue su magistral lección. Luego parará a mitad del segundo pasillo, donde una columna entrelazada, diferente a las demás, revela el cambio de siglo (era 1.100) en la fase constructiva. Y un poco más adelante, ante el afamado ciprés de 25 metros y 150 años de vida, donde recitará de memoria el afamado soneto de Gerardo Diego: “Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza / chorro que a las estrellas casi alcanza / devanado a sí mismo en loco empeño / Mástil de soledad / prodigio isleño…”. Salvo el incidente del móvil, estamos todos como en misa. No sabemos si gritar bravo o remachar sus ripios con un te alabamos óyenos.
La visita concluye en unas habitaciones anexas, donde se puede contemplar la antigua botica del convento y el museo. Ahí se despide el recitador impenitente, dejándote unos minutos para contemplar los ‘trofeos’ religiosos del monasterio. Pero lo cierto es que se ha hecho demasiado corta. Apetece volver al gran tesoro de Silos. Cuando el resto del grupo se va, empujas una puerta misteriosa que te devuelve al claustro, donde el abnegado guía ha empezado de nuevo la lección. Te mantienes a una pruedente distancia, para no molestar, mientras vas recorriendo por segunda vez los pasillos analizando detalles, respirando sin prisas la espiritualidad del lugar. Al cabo de unos minutos, compruebas cómo el recitador de Silos se detiene otra vez ante el ciprés y recita una vez más, sin pausa entre las frases anteriores y las siguientes: …flecha de fe, saeta de esperanza / Hoy llego a ti, riberas del Arlanza / peregrina al azar mi alma sin dueño…”. Conduce al grupo a la botica y se hace un dulce silencio en el ambiente.
Me invade la duda de si estamos ante un cura o un seglar y creo aclararla, en favor de la segunda opción, cuando antes de marchar le hago una pregunta y le felicito. “Gracias. Ya son nueve años…”. O sea que este buen hombre lleva más de tres mil días diciendo lo mismo con sus puntos, sus comas, sin apenas respirar. Lo imagino dentro de otros seis mil días ahorcado en el ciprés, agotado de tanto hablar, entregando su vida al claustro de sus amores, con los versos de Gerardo Diego manuscritos en su despedida, prendida de su inmaculada americana azul marino. Pero intento borrar la imagen con rapidez y cambiamos el monasterio de Silos por una mundana carnicería, donde compramos unas morcillas de Burgos. Está el kilo a 5,50 euros. Compro dos kilos. Tras cultivar el espíritu, hay que atender las necesidades del cuerpo.
A las dos menos cuarto entramos a la iglesia del monasterio. Vuelta al espíritu. Según nos han anunciado, los monjes irrumpen en él a esa hora para cantar un poco de gregoriano. Una veintena de curiosos ocupamos las primeras filas. Se abre una pequeña puerta tras el altar y van saliendo monjes encorvados, se persignan y ocupan la sillería desplegada a ambos lados. Distingo al gijonés que ha sido abad y que escribe los domingos en EL COMERCIO, espigado, cuarentón y con gafas. A la hora establecida comienza el gregoriano. Suena celestial, relajante, triste. Quince minutos después, retornan a esa pequeña puerta por la que aparecieron. Uno de ellos, el más joven, tiene una tarea diferente, pues atraviesa la iglesia por el pasillo central para girar luego hacia otra misteriosa puerta. En su camino se le han levantado los pliegues de su vestimenta. Me ha recordado al adolescente de ‘El nombre de la rosa’ y también un poco a ‘Harry Potter’. No me hubiera extrañado nada que saliera volando de la iglesia hacia una luz cegadora y entrase en guerra con una extraña bruja por el camino. Pero lo cierto es que desaparece por una puerta oscura y quienes salimos a la luz somos nosotros. Afuera, vuelves a pensar en las morcillas de Burgos, más tangibles que el gregoriano y empiezas a maquinar que puedes hacer una con lentejas y otra en rodajas a la plancha con salsa de tomate casera y pimientos rojos.
El gregoriano no impide que los pensamientos gastronómicos te abran el apetito. Son las dos. Has de llegar a comer a Covarrubias, otro bonito y monumental pueblo, donde aguardan gazpacho, entrecot y melón en el restaurante que recomienda un viejo cómodamente sentado. “Entrar en éste. Es el mejor y el más barato”. Cuando estamos en el postre, la camarera atiende a una familia recién llegada. Una joven traduce al resto de la tropa la comanda al noruego. Y cuando vuelve a cobrarnos, nos explica sin mediar pregunta: “Tienen mucho, mucho dinero y acuden cuatro o cinco veces al año a Covarruvias. Tienen casa”. Curiosa conexión: Noruega-Covarrubias. En el paseo posterior por el pueblo, junto a una muralla, descubriremos una escultura de la princesa Kristina de Noruega (1234, Bergen), hija del rey Haakon Haakonson, que se casó, allende los tiempos, con un hermano de Alfonso X el Sabio, fruto de un pacto de estado. ¿Serán sus descendientes?
Luego tomaremos las de Villadiego. Otro interesante hito viajero. La chica de la gasolinera ya está acostumbrada a que le pregunten. Oye, ¿por qué es eso de tomar las de Villadiego? Pues nada, Fernando III el Santo concedió una encomienda a los judíos de Villadiego, por la cual no se les perseguiría ni castigaría aun teniendo delitos de sangre, y esto animó a numerosos judíos de toda España a tomar las de… Así de simple. La plaza del pueblo es muy singular. Hay mucho pasado en los rincones de Villadiego, pero toca tomar ‘las de Gijón’ para que no se haga demasiado tarde. Cuando el coche comienza a aproximarse a la costa cantábrica vía Torrelavega el cielo se vuelve a cerrar y la lluvia moja de repente los cristales. Toca pasar el túnel del tiempo en sentido inverso después de tres sabrosos días de sol castellano, en el vergel soriano. España es grande, rica y variada. En una sola jornada puedes amanecer en Ucero escuchando a los vencejos ante un castillo templario, recrearte en el gregoriano de Santo Domingo de Silos, almorzar en Covarrubias, tomar las de Villadiego… y cenar en Gijón.