Allá por los años 50, cuando mi abuelo José veraneaba en Riaño, recibió un día una singular visita del cartero. Éste le entregó una carta manuscrita por una persona que se identificaba a sí misma, pero no al destinatario. O sea, figuraba el remitente; no el remitido. El escribidor era médico, había operado a mi abuelo, entonces un esbelto treintañero, tiempo atrás y quiso saber de él. Pero no recordaba el nombre ni mucho menos los apellidos. Cogió la pluma y dirigió la carta a partes iguales al cartero y a mi abuelo, llenando el propio sobre de todo tipo de explicaciones. “Quisiera hacer llegar estas líneas a un señor nacido en la tierra de los olivos (Vigo), que vive en la tierra de Jovellanos, de buen ver, pero casado…”. La descripción no dejaba lugar a dudas. Así que el cartero, satisfecho, visitó a José Martínez Fuentes y le dijo: “Alguien te está buscando”. Aquella carta bienintencionada de quien le había extirpado un riñón con éxito fue motivo de muchas chanzas aquel verano leonés y hoy día, siete décadas después, está guardada a buen recaudo en un baúl de recuerdos de mi madre.
Muchos años después se implantaron los códigos postales. La correspondencia se puso seria, vaya. Más tarde llegarían los móviles, internet y los correos electrónicos, un gran invento que ha traído consigo la práctica desparición del correo postal entre humanos. En el buzón ya sólo tenemos cartas del banco y propaganda. Si abres el cajetín y ves un sobre impreso a mano te llevas, de hecho, una sorpresa agradable, que suele trastocarse al momento. Aparenta ser una carta de un amigo lejano, pero al darle la vuelta no es más que otro recibo. Mi abuelo José no llegó a ver todas estas modernidades. Falleció en 1959, con sólo 41 años, tras enfermar del riñón que le quedaba. La historia de su carta sin nombre prendió, sin embargo, en sus nietos y quien esto escribe tuvo siempre cierta afición a poner retos fáciles a los carteros, a descuidar los códigos postales y describir los destinos de las cartas con datos digamos naturales. Y el método siempre funcionó. No hubo una máquina fría y desalmada que devolviera mi carta al punto de origen por ausencia de código postal e incluso del número de la calle. Los carteros tuvieron siempre presente (imagino yo) la memoria de mi abuelo y se tomaron un esfuerzo ‘por los buenos tiempos’ en los que había abundante correspondencia entre humanos e incluso remitentes y destinatarios conocían por el nombre a quien traía y llevaba sus escritos.
Mi reto más sabroso fueron las cartas que envié hasta hace bien poco a mi buen amigo Cráneo. Hasta su matrimonio, vivió siempre en un lugar bien visible desde muchas calles de Bilbao. Mirabas arriba al Monte Archanda y allí distinguías nídidamente dos bloques azules gemelos ‘modelo Tente’ de los años 70. Dos casas fuertes, robustas, como dos buenos mazacotes situadas al lado de un edificio blanco que era (y creo que es) un hospital gestionado por monjas. Así que yo ponía su nombre y apellidos en el sobre y a continuación: ‘Mazacotes azules junto a hospital de monjas. Carretera de Archanda. Bilbao. Vizcaya’. Sin números ni códigos. Siempre le llegaron las cartas. No faltó ni una. Y siempre rió con los ‘Mazacotes azules junto a hospital de monjas’, que no se apilan hoy en un baúl como el de mi madre, pero sí en un cajón más convencional, pues van camino de convertirse en reliquia. Cráneo y yo, como el común de los mortales, ya no nos escribimos cartas. Nos mandamos emails y sms, un gran invento que mató otro mucho más trascendente y longevo como eran las cartas, con su sello, su pegamento amargo y su dirección. Todo ello escrito con un bic azul o negro sobre un folio que luego doblabas y metías con mimo en aquel recipiente blanco donde un médico de Vigo describió a mi abuelo a principios de los años 50.