A lo largo de la vida suelen ir dándose una suerte de casualidades. Algunas divertidas, otras irónicas, también las hay desagradables. La que voy a contar de divertido tiene poco, pero con el paso de los años se le puede ver quizá un lado irónico. En la Semana Santa de 1993 visité EL COMERCIO para saludar al director, Francisco Carantoña, aprovechando unas cortas vacaciones. Había hecho prácticas veraniegas en el periódico en 1986 y en 1990, y al terminar la carrera opté por hacer el máster de periodismo de El Correo en Bilbao para ir después a trabajar a Granada, también de prácticas, luego a Sevilla, a la Expo 92, y a continuación de nuevo a Granada. Estaba por tanto en mi ‘segunda etapa’ granadina, felizmente instalado en el Albaicín, en un minúsculo pero precioso apartamento con vistas a la Alhambra y llegada la Semana Santa arranqué aquel histórico Citroën Dos Caballos verde que tenía, lleno de pegatinas en el capó trasero (gracias Lola, gracias Anselmo), y puse rumbo a Gijón. Cuando me senté en el despacho de Francisco Carantoña, decidí llamarle “director”, pese a no estar en el periódico, pues así le llamaba todo el mundo en la redacción. Él agradeció el saludo y me preguntó por Granada. Como es lógico, tenía una grata impresión de la ciudad nazarí. Entonces, en aquel diálogo amable, le dio por preguntarme: ¿Ya conoces la fuente del avellano? La pregunta me pilló descolocado. Pues no, director, no la conozco. Pero bueno hombre, cómo se puede vivir en Granada y no conocer la fuente del avellano. En los tres meses del verano de 1991 y en los cuatro o cinco meses seguidos que llevaba en Granada en 1993 había peinado el Albaicín, el Sacromonte, la Alhambra, el Realejo, las Alpujarras, Sierra Nevada, donde había comenzado a esquiar, los pueblos del entorno, etc, etc, pero no había tenido la más mínima referencia de la fuente del avellano. Nadie me había hablado de ella. Así que confesé mi ignorancia, más bien puteado por aquella pregunta incómoda.
Me despedí amablemente de Carantoña, por quien guardaba admiración, y regresé a Granada. Pregunté, claro está, por la fuente del avellano. Entonces supe que la tenía a un corto paseo desde el Albaicín, en un camino sin asfaltar situado a las faldas de la Alhambra, contra el monte, en dirección opuesta a la ciudad. Localizado el objeto de mi sonrojo gijonés, pensé en ir a visitarla cualquier día de aquella primavera de 1993. Sin embargo, el azar se adelantó a la determinación. Unos días después de regresar a Granada, al levantarme por la mañana, el Dos Caballos había desaparecido. Miré por la ventana y no estaba donde lo había dejado aparcado en la calle San Juan de los Reyes. Bajé en busca de la pegatina de la grúa, pues en el Albaicín se aparcaba de aquella manera, y no había rastro de ella. Entonces fui a comisaría a poner una denuncia por robo. Un par de horas después, dos policías vinieron a avisarme a casa. El coche había aparecido. ¿Conoce usted la fuente del avellano? La pregunta del agente me dejó boquiabierto. Ahora se quita la careta y aparece Carantoña sonriendo, pensé. Aún no, debí de responder, aunque sé dónde está. Pues ahí está su coche. ¿Entero? Más bien no. Acudí pesaroso a la fuente del avellano, adornada a unos metros con un Citroën Dos Caballos empotrado contra la maleza. Tenía magulladuras por todas partes, el tubo de escape suelto, una ventana rota, los retrovisores arrancados. Habían pasado una noche de juerga con el coche hasta poner fin a la aventura en la fuente del avellano, con cuyo arrullo quizá alcanzase el éxtasis una pareja de tanos a altas horas de la madrugada. Ese había sido su final, a unos metros de aquel caño y aquella pila presididos por un azulejo de cerámica donde se honra la memoria de Ángel Ganivet, “genial escritor granadino, fundador de la Cofradía del Avellano que enalteció con sus obras la belleza de este paraje”. Pensé entonces en Carantoña y en mi cara de disgusto se dibujó un mueca irónica. Aquí está la fuente del avellano. A los pies de la Alhambra. A unos metros del Albaicín y el Sacromonte. Acompañada de mi Citroën 2 CW.
Milagrosamente, el coche arrancó. Prestó su último servicio desde aquel bonito rincón granadino hasta el taller de Peligros, así se llama el pueblo, donde solía llevarlo a reparar, por su proximidad al periódico Ideal. El mecánico dictó sentencia. Con el chasis afectado, era siniestro total. Me ofreció seis mil pesetas por la chatarra y las cogí, pesaroso, como si estuviera traicionando a aquel precioso vehículo. Cuando vuelva a Gijón, pensé, ya le podré decir a Francisco Carantoña: Sí, director, conozco la fuente del avellano.