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Adrián Ausín

Campo y playu

Cascais y Estoril

Viaje a Portugal (2)

De Queluz a Cascais se llega en apenas media hora. Con las sensaciones acumuladas de la Quinta Regaleira, con su pozo iniciático, la Casa Periquita, con sus queisadas, y el Palacio Nacional de Queluz, con sus salones y jardines versallescos, aterrizas en esta relajante villa portuguesa anclada ante el océano atlántico a apenas 25 kilómetros de Lisboa. El viaje resulta épico, pues te has decidido a estrenar un navegador prestado para poner fin a todo un rosario de pérdidas en las carreteras extranjeras, que te ha dejado en la misma puerta del hotel. Impresionante. La voz femenina que da órdenes se ha convertido en apenas veinte minutos en compañera inseparable de aquí a la eternidad y pese a su tono frío, decides llamarla cariñosamente Shamanta. Con Shamanta llegas al confortable hotel da Vila, un chollo pillado por internet. Céntrico, nuevo y 42 euros con desayuno. Cascais tiene un agradable cogollo peatonal que se abre al mar en dos direcciones: a la izquierda, por un paseo marítimo que llega hasta Estoril al cabo de tres kilómetros; a la derecha, por otro paseo que, tras una bonita escultura del rey Carlos I, corre paralelo a hoteles y zonas residenciales hasta llegar a la Boca do Inferno, donde la mar bate con fuerza contra el acantilado, y luego prosigue hacia varias playas que se asoman tras doblar el tacón de la ‘bota’ que dibuja Portugal en este rincón.

Lo primero al llegar a Cascais es pasear por su línea costera. Lo segundo, hacer una merienda cena tempranera, pues apenas has comido. En Camoes probarás por primera vez el bacalao a bras, deliciosamente troceado y acompañado por unas aceitunas que le dan un interesante contrapunto. Vas a la habitación a reposar un poco a eso de las ocho de la tarde y te despiertas como por arte de magia doce horas después. ¡Coño! Bueno, no está mal. Quién dijo que en vacaciones no sea bueno pegarse unas buenas sobadas. La segunda jornada en Cascais, tras una visita al mercado de frutas, verduras y quesos, y otro paseo marítimo, tiene un objetivo gastronómico muy definido: la cataplana de marisco del Meste Zé, un restaurante situado sobre la playa de Guincho a unos ocho kilómetros de la city que ha sido objeto de encendidas recomendaciones a la esposa. Su aspecto exterior es el de un chiringuito de playa de cierta calidad. Al entrar resulta ser de verdadero postín. Elegante decoración blanca, camareros cincuentones veteranos y una gran cristalera con vistas al mar. Un grupo de diez japoneses, comandado por un simpático y amanerado guía, se está partiendo el culo de risa todo el rato. Estamos en noviembre, con lo que su presencia ambienta el amplio salón, donde hay otras cinco o seis mesas ocupadas. Una media entrada perfecta. Vinho verde y cataplana de marisco. Esa es la decisión. La cataplana viene en un recipiente metálico cerrado, donde asoman trozos de langosa, gambas y chipirones. Todos ellos nadan en una salsa hecha a base de tomate, con un toque de nata, perejil y algo más. Primero te sirven arroz blanco en el plato y luego el marisco con su salsa. Tomas un poco de vino, te llevas el tenedor a la boca y ummm, deliciosa, riquísima, sabrosa; todo ello con la mejor compañía y unas vistas al océano mar atlántico en un perdido día de noviembre en el que, recuerdas, la mayoría de tus allegados están currando mientras tú te encuentras acomodado en la costa portuguesa jalándote una lujosa cataplana de marisco. Bien. Antes has ido en coche hasta el Cabo da Roca, “el ponto mais ocidental de Europa”, según consta en el mapa de la zona. Muy bonito y encrespado. Y después de la cataplana te vas directamente al cielo. Para reposar las sensaciones gastronómicas, el marido opta por media hora de reposo hotelero mientras la esposa visita una exposición de una afamada pintora portuguesa. Nos citamos a las cinco en punto en la lonja de pescado. Allí asistiremos a la subasta, donde abunda el pulpo (polvo), pagado apenas a dos euros el kilo, y donde el mejor precio lo cosecha algo parecido a lenguaos, que rondan los 15 euros el kilo.

Tras los peixes, caminamos hasta Estoril por el paseo marítimo. Vamos con el propósito de llegar hasta la calle Inglaterra para cotillear el chalé donde vivió la familia real española en el exilio, ahora en manos privadas. Allí vivió Juan Carlos de los 8 a los 10 años y allí tuvo lugar la tragedia cuando, en una de sus visitas cuando ya estaba formándose en España, mató a su hermano Alfonso de un disparo accidental. Hemos visto la casa en internet. Es normal y corriente. Buena pero no lujosa. En Estoril las calles se abren mucho, al albergar chalés con terreno más o menos abundante, así que tras el pateo marítimo, quizás lleve 45 minutos llegar hasta el punto del cotilleo y luego habrá que volver. Desistimos. Optamos por entrar al famoso casino de Estoril, negro acristalado por fuera, lleno de maquinitas por dentro. Sórdido, silencioso, tenso; con la apuesta mínima a cinco euros. Horrible. De vuelta a Cascais, por la costa, reflexionas sobre la placidez de esta villa lisboeta que acoge a las clases altas del país e incluso de Inglaterra, Francia o Alemania; un poco venida a menos, pero con un encanto meridiano. Hace poco que se ha puesto el sol. A la mañana siguiente atacarás Lisboa, la ciudad de los tranvías, los ultramarinos y las pastelerías. Pero esa será otra historia.

 

pd.-dos fotos iniciales, Queluz. Ultima, cataplana ya iniciada (prioridades del jambre).

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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