Tiene la naturaleza sus caprichos; tantos que quizá no haya nada que se le resista, ninguna forma, ningún color, ninguna silueta. En San Miguel de Arroes, en mi terruño, me topé hace unos días con una manzana pájaro. Me la llevé a casa como un tesoro. Y en la siguiente visita, cuando pañaba las últimas manzanas de la temporada, ahí estaba su gemela, algo más regordetina que la primera. Desde entonces, mientras vivan, las dos manzanas pájaro adornan la librería del salón de casa, la coronan en su balda más alta acompañadas de otra pareja de pájaros, estos de madera, procedentes de Nairobi, y dos largos masais, también de madera, que cualquier día se caen al suelo y se rompen la crisma.

Las manzanas pájaro están, por tanto, bien acompañadas. Sin embargo, no creo que puedan sobrevivir muchos días en ese Masai Mara que corona la librería. Si aparece el rey de la selva, irá seguro directo hacia ellas. Entre pulpa asturiana y madera keniata seguro que no tiene duda alguna. Así que disfrutaré de su compañía mientras pueda. Una semana llevan alejadas de la pomarada donde tomaron forma y aún no dan muestras de deteriro. Ni una mancha por donde entre el mal. Quizás, a este paso, se aclimatan a su nuevo hábitat y me sorprenden cualquier mañana con una sinfonía de piares. Les pones música para animarlas. Clásica, Luis Aguilé, Lady Gaga, Adele, The Doors… Pero no das con la tecla para que las manzanas pájaro se suelten a cantar. Te contentas entonces con contemplarlas y decirles al oído ‘pío pío pío’. Venga, chicas, decirme algo de una vez. No seáis tímidas.