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Adrián Ausín

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En las mazmorras del Codema

Bajas al Muro para contemplar el oleaje invernal y, cuando te quieres dar cuenta, has metido tus pecadores pies en el patio de recreo del Corazón de María. El portón estaba abierto, un balón perdido venía hacia ti y no has dudado un instante en salir al encuentro del esférico para pegarle un puntapié con toda el alma que lo ha devuelto hacia su lugar de origen trazando una endiablada curva que ha acabo por arrojarlo en la mismísima escuadra de la portería contraria. Te transportas entonces a aquel otro momento, 35 años atrás, en que otro disparo similar te granjeó los aplausos de tu equipo, a aquel otro en que marcaste otro gol inverosímil casi desde el córner, como aquel tanto historico de Quini en Vallecas y, finalmente, a la infausta mañana en que caíste desmayado en medio del patio tras chocar a la carrera contra otro niño. De repente vuelves en ti con el zumbido de un altavoz retumbando en tus oídos. Te insta a no oponer resistencia al castigo establecido por chutar una pelota ajena, muchacho. Te pide que abras las manos y juntes las yemas de los dedos boca arriba. Se reproducen alrededor de tu cabeza las cabezas del Calvo, el Cebollo, el Rafa, el Jaurrieta, la Lloca, el Muiño, el Pirripi, el Bernardo… Te gritan, te riñen, te agreden… Y cuando te quieres dar cuenta te has vuelto a caer desmayado en medio del patio del Codema. La primera vez tenías 10 años. Rompiste la nariz y un diente. Ahora tienes 45. Y no sabes qué será de ti.

Cuando te despiertas, la sangre se amontona en tu cabeza. Estás desnudo, boca abajo, colgado por los tobillos en un sótano que jamás habías visto. Alguien te habla. “Ausín, cuánto tiempo”, susurra. “Pero bueno, hombre, cómo se te ocurre escribir esas cosas. Sigues tan rebelde como hace treinta años”. Otra voz se interpone: “Se ve que no recibió lo suficiente”. Yo quiero creer que estoy soñando, que me quedé frito en el sofá de casa antes de salir hacia la playa. Pero el dolor de cabeza es real, la postura inverosímil es real y las voces de los curas son reales. Yo sólo quería chutar, me excuso. Pero inmediatamente corrijo la frase rematándola con un improperio. Les digo que están locos y que pagarán cara su chifladura. Pero ellos me hacen ver que no sé exactamente dónde estoy, ni tampoco nadie más imaginará que he osado entrar al patio del Codema tres decenios después de haberlo abandonado. Dos golpes en el estómago y una patada en la barbilla acompañan el razonamiento. Luego le siguen unos reglazos en el culo que resqueman a su putísima madre y, finalmente, dos manos pálidas me agarran por las patillas y me zarandean hacia adelante y hacia atrás como en los viejos tiempos, sólo que en posición inversa. No me lo puedo creer. Pero está sucediendo.

En esa extraña penumbra reconozco las pálidas manos que me agreden y mi adrenalina estalla. No puede volver a ocurrirme esto a mí. Así que lanzo un bramido ensordecedor y, favorecido por el bamboleo, tomo impulso hacia mi antiguo profesor de Lengua, cuyo cuello ensarto por sorpresa con las cadenas que atrapan mis manos, lo impulso hacia el aire, y lo suelto tras morderle la nariz. Como Anibal Lecter, pero en versión gijonesa. Este contraataque sorpresa produce una reacción en cadena de todas las sombras que me rodean. Gritan algo así como “a por él”. Y yo, en esa compleja posición invertida, tomo en consideración repelerlos con una prominente meada que, al girar sobre mí mismo, los riega a todos a la vez. Se baten en retirada. Y alguien dice que mejor dejarme para la noche.

Quedo solo, a oscuras, magullado y enfriado en todo el cuerpo, salvo la cabeza, donde siento una presión sanguínea creciente. El sudor frío contrasta con el resquemor de las heridas. ¿Qué hacer? Quizá tenga dos horas de margen. Las cadenas son largas, pero no demasiado gruesas, así que decido trepar por ellas sobre mí mismo hasta hacerme un ovillo en el techo. Ahí golpeo con los grilletes de una mano contra la cadena de los pies que me hace estar suspendido en el aire como una gran lámpara. Con una mano agarro dicha cadena y estabilizo mi cuerpo; con la otra voy dando toques. El esfuerzo es agotador, pero una hora después he podido con un eslabón, lo desencajo y mi cuerpo cae a plomo contra el suelo. La hostia es monumental, pero creo que no he roto nada. Dolorido, me incorporo y tanteo las paredes hasta dar con un panel de herramientas. Ahí logro cortar las cadenas de pies y manos, lo que me permitirá correr. El habitáculo tiene una única puerta y parece fuerte. Así que decido esperar a mis captores en el ángulo muerto que hará al abrirse.

Al cabo de media hora se oyen pasos. Una llave da cuatro vueltas y la puerta cruje. Entran una, dos y tres sotanas. Dura todo un instante. Mientras dan la luz y giran la vista, sorprendidos, a los lados he pegado un empujón al último en entrar y he salido corriendo por el largo pasillo sin tiempo de cerrarles. Corro y grito. Oigo “se escapa” a mis espaldas y sigo gritando para insuflarme fuerzas. Al final del pasillo hay una puerta, una escalera y otra puerta, que me conduce directamente a otra más, muy pequeña. Salgo debajo de la escalera que va a las aulas, frente al botiquín. Corro hacia el patio, adonde llegan las luces de las farolas de la avenida Pablo Iglesias y el “se escapa” resuena dentro del edificio. Los muros del patio son altos y debo salir cagando leches, así que arrimo una portería de fútbol sala contra la pared, trepo por la red y una vez sobre ella, me subo al borde donde el muro de cierre empalma con la rejilla metálica, giro un instante la vista atrás y veo seis u ocho sotanas detenidas en medio del patio. Vuelvo a trepar y cuando paso al lado exterior, me descuelgo a toda velocidad y caigo finalmente sobre la acera, donde lo último que oigo, antes de desmayarme por tercera vez en mi vida es el grito asustado de dos ancianas.

Cuando abro los ojos estoy en el hospital de Cabueñes. Hay muchos aparatos. Debe de ser la UCI. Una enfermera se acerca sonriente y le pregunto qué pasó, tras comprobar que tengo una pierna escayolada. “Tuviste un accidente”. ¿Dónde? “Pasaste un semáforo en rojo y te atropelló un coche”. ¿Dónde? “En Pablo Iglesias, delante del Corazón de María”. ¿Y no entré a chutar? “No”.

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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