Aterricé en Roma de incógnito. La elección del sucesor de Benedicto XVI tenía tantos ingredientes que propuse al periódico coger unos días de vacaciones con el objetivo de descubrir al mundo cómo se elige un Papa en la Capilla Sixtina. Si me salía bien, me haría famoso. Si salía mal, nada tenía que perder. Llegué a Roma con un plan trazado. Subí como un turista más a la cúpula de la catedral de San Pedro, esa que diseñó Miguel Ángel en los últimos días de su vida. Desde su azotea divisé la maravillosa ciudad y aguardé a que se hiciera de noche. Dormité un poco. Antes del amanecer deposité toda mi ropa en un armario lleno de contadores de luz y, ataviado con una casulla roja de cardenal sobre una sotana blanca, me deslicé por una sucesión de pasillos y jardines que acabaron por conducirme a la mismísima Capilla Sixtina. Saludé al guarda de la puerta con un latinajo y me adentré.
Todo estaba listo para la reunión crucial de los 115 cardenales con derecho a voto. Así que puse en práctica mi plan con rapidez. Me desnudé por completo, oculté la ropa en un banco y trepé por el Juicio Universal de Miguel Ángel hasta mimetizarme a unos siete u ocho metros de altura, con uno de los incontables desnudos del artista florentino. Unas adherencias especiales en manos, pies y culo me permitían mantener el equilibrio. Eran las seis y cuarto de la mañana. A las siete la capilla se empezó a poblar de cardenales y un cuarto de hora después, tras el tintineo de una campana, arrancaban las deliberaciones. Tarcisio Bertone fue el primero en tomar la palabra. Habló del espíritu santo, como guía que había de llevar a los presentes al acierto en la elección, e inició un discurso tendente a un cambio “poco brusco” respecto a la línea marcada por Ratzinger. En esas, Rouco y Amigo alzaron la vista hacia el Juicio Universal, uno de los dos orientó sus lentes hacia la tridimensionalidad que le conferían mis cueros, susurró un “colosal” que me llenó de orgullo, tosió levemente y giró la mirada con gesto cansado hacia el otro cuando Bertone consumía ya casi 50 minutos de plática.
De las deliberaciones de aquella tensa mañana poco pude sacar en claro. Estaban en una fase de tanteo inicial en la que el núcleo duro italiano daba el primer paso adelante, los norteamericanos amagaban su disconformidad con la línea oficial y tanto españoles como africanos y asiáticos ni gurgutaban. A la una pararon para almorzar tras cinco largas horas. La sesión se suspendía hasta la mañana siguiente y los cardenales fueron abandonando la sala. Ahí se produjo la primera sorpresa. Bertone se rezagó intencionadamente, quedó parado justo bajo mis pies, adonde atrajo a un cardenal negro como un tizón, inició una exposición acerca del afamado lienzo y, cuando todos los demás hubieron salido, le espetó: le aguardo esta noche, a las nueve, en la parte alta de la ciudad, junto al Museo Etrusco. Ya me descolgaba de la pared cuando me asustó el inicio repentino de un cántico celestial en todo el Vaticano, descuidé las sujeciones y caí desde unos cinco metros. Un crujido en la muñeca derecha me hizo temer lo peor, me vestí dolorido, llegué con cautela hasta la azotea de San Pedro y, ya de civil, corrí a un hospital. No podía perderme la cita de la noche. Pero debía mirar la muñeca.
Tres horas después salía escayolado con un parte que refería rotura de escafoide y radio. Horreur. No tenía, sin embargo, tiempo que perder. Tomé un taxi al Museo Etrusco, admiré la ingenuidad de sus representaciones. Y cuando llegó la hora, tomé posiciones. Habituado como estaba al posado, decidí apostarme en un jardín semicircular rodeado de esculturas incrustadas en las paredes sobre varias peanas equidistantes entre sí. Una estaba vacía y allí me coloqué. Al poco, Bertone y el cura negro entraban susurrando. Vestían como si fueran turistas, pues el Vaticano prohíbe abandonar sus muros durante el cónclave. El italiano usaba visera de cuadros marrones, zamarra azul marino y pantalones grises. El africano, una larga gabardina color café con leche. Del susurro inicial pasaron en un momento dado a un volumen perfectamente audible, en un pequeño acaloramiento: “Le estoy ofreciendo la secretaría de estado a cambio del Papado”. No pude oír más. Pero era suficiente. El Playu de mármol recuperó entonces su movilidad, telefoneó rápido al periódico y se fue a dormir a un hotel. EL COMERCIO del martes, y todo el grupo Vocento, titulaban a gran tamaño sobre la posible alianza italo-africana, aunque matizando las dudas de estos últimos. Ahí se cortó mi conexión durante dos días. Ese martes resultó imposible acceder a la Capilla Sixtina, pues la noche anterior ya habían cerrado las puertas de San Pedro tras el encuentro secreto. La reunión, según publicó la prensa italiana, fue de transición. El miércoles concedieron descanso para “intercambiar opiniones” entre los prelados; o sea, para rematar las negociaciones.
Así llegamos al jueves. A las seis de la mañana, tras una nueva noche en la azotea de San Pedro, ahí estaba mimetizado en el Juicio Final. De los 115 cardenales con derecho a voto faltaba uno por enfermedad. Bertone seguía llevando la voz cantante. Leyó un fragmento del Nuevo Testamento y, ¡eureka!, procedieron a votar. El momento era de gran tensión. Había caras serias, un silencio sepulcral, una urna, muchas manos decrépitas introduciendo pequeños sobres… Y finalmente, la lectura: Bertone, 39 votos. Schönborn, 30. O’Maylle, 30. Y Tomko, 15. Las cartas estaban sobre la mesa: Italia, Austria, EE UU y Eslovaquia. Los dos primeros más oficiales, los dos segundos más aperturistas. El Vatileaks, el desgarrador informe sobre intrigas vaticanas y lobbies gays elaborado por una terna en la que figuraba el propio Tomko, flotaba en el ambiente. Benedicto XVI se había ido para que el siguiente ventilara la casa madre de la Iglesia católica. Pero el voto estaba fragmentado, hacían falta dos tercios para ganarse el anillo del pescador, hacían falta alianzas y la cosa se ponía tensa. Por la tarde hubo nueva votación. Y al filo de la medianoche, en un intento desesperado de Bertone de agotar al personal para apurar un desenlace, una tercera. Pero el desenlace llegó desde el Juicio Final. Cuando leían un empate técnico entre Bertone y Tomko, el espía del Vaticano no aguantó más y se desprendió de su mímesis pictórica para darse un guarrazo en el suelo, en pleno altar de la Capilla Sixtina.
Al incorporarse, desnudo, el infiltrado un murmullo se apoderó de la sala, lo que le decidió a adoptar una pose artística, lo más digna posible, ante los cardenales del mundo entero. Fue entonces cuando Rouco Valera se levantó de su asiento y gritó, desgarradamente, ¡milagro! Esto provocó un extraño silencio seguido de un murmullo mayor. ¡Milagro!, gritó más fuerte Rouco, quien pidió identificar como cristiano bautizado al fauno miguelangeliano que ante ellos se presentaba con objeto de proponerlo en ese instante como sumo pontífice de la Iglesia Católica para romper aquel endiablado empate y dar de verdad el aire fresco que necesitaban las dependencias vaticanas. Con gesto desabrido, Bertone ordenó a unos ujieres que procedieran. Al cabo de unos minutos, sendos faxes certificaban el nacimiento del elegido en la Gota de Leche de Gijón en el año del señor 1967 y su posterior bautismo en la iglesia de San José. No había precedentes, pero el Cónclave, según sus vetustas leyes, sólo podía requerir la partida de bautismo para elegir al Santo Padre. No era necesario, aunque la costumbre así lo dictase, que éste fuera cardenal ni siquiera sacerdote. Así que si Benedicto XVI era el primero en renunciar en seis siglos, el Papa Playu I sería el primero en llegar a la casa santa desnudo y con una simple hoja bautismal para tapar sus vergüenzas, la que le dejó el ujier. La fumata blanca provocó un alarido de júbilo en las masas que aguardaban en la plaza de San Pedro y cuando unos potentes focos enfocaban, a las tres de la madrugada, al nuevo santo padre asomado a su balcón el griterío fue ensordecedor.
Playu I actuó sin demora. Expulsó de la Iglesia a cuantos tenían la sombra de la pederastia, relevó a toda la cúpula vaticana, encauzó los ingresos del estado pontificio hacia las misiones en África y la India; cambió el papamóvil por la vespamóvil; y transformó la cuaresma en las jornadas del oricio y la llámpara para dar un toque autóctono a su papado. En apenas tres semanas había dado un cambio radical a la Iglesia. Así que consideró llegado el momento de dejar su reinado en loor de multitudes. Llamó a la muyer, llamó al piloto de Ratzinger para excusarse por no usar el helicóptero y dijo: Me voy. La segunda huida de un papa del Vaticano en apenas dos meses iba a hacer historia. Esta vez, en plenitud de facultades, en vespa, con casco y sin ropa, para que quedase bien claro que se iba como había venido o incluso con menos. Ni siquiera con lo puesto. La moto se abrió paso entre la multitud, rumbo a su Gijón del alma. Y Playu I pasó a la historia como el Papa breve que revolucionó los cimientos de la Iglesia Católica Apostólica y Romana; donde, por cierto, siguen comiendo oricios en su memoria.