Todo comenzó en una hamburguesería. Él se acercó y le dijo: si me das tu teléfono te llamo esta noche. Ella le replicó: dame el tuyo, te llamo yo. Así de directo. El caso es que quedaron y se amaron. Al día siguiente, él, viajante, soltero, apuesto, se despidió de ella, recién separada, con un hijo pequeño y apuesta. Se citaron para el viernes en una estación de esquí, donde se volvieron a amar, donde ella comenzó a tocarle el pelo en público como se le toca a los maridos, donde él, acaso confundido, decidió llamar a la casa de unos amigos por si tenían sitio. Allí fueron. La primera noche, parecían una pareja de toda la vida. Ella se mostró muy suelta, intervino en todas las conversaciones, acotó su espacio vital, comió, bebió y rió, pero tanta naturalidad aparente no dejó de delatar un extraño brillo en su mirada. Él, entretanto, le hacía caso a medias, mantenía la ambigüedad calculada de quien no se ha formado un juicio.
Tras la cena, fueron todos a la discoteca. A pesar del frío, ella se vistió ligera, con una minifalda rompedora en contraste con su melena morena. Enseguida se lanzó a la pista a darlo todo. Él amagaba unos pasos a prudente distancia, mientras ella empezaba a dispersarse. Primero, con una chica, con la que, medio en broma, medio en serio, comenzó a tocarse mientras bailaban. Luego, con un chico, amigo de la anterior, recién llegado a ese río revuelto. La cosa empezó a calentarse. El viajante se percató de que ella descontrolaba, de que su mirada vidriosa cobraba un brillo especial, de que sus bailes con aquella joven comenzaban a adquirir un inevitable erotismo, de que ella se olvidaba de él; así que se dio media vuelta y se fue para casa. Ella siguió bailando, excitándose, rozándose con aquella chica que no dudaba en tocarla cada vez que se le arrimaba, hasta que en un momento dado la arrinconó contra una pared, en plena pista de baile, y se besaron. Fue un beso breve, agresivo, intenso, apasionado. Tras él, sólo cabían dos salidas: irse con ella o salir huyendo.
Apostó por una intermedia: por el alcohol, por la pérdida progresiva del sentido, indecisa sobre dar prioridad a sus instintos sexuales de aquel instante o intentar recuperar al hombre al que había dejado irse. Dejó que la inercia de la noche tomase la decisión. Salió a la calle, volvió a besarse un vez más con aquella joven y se dejó caer como un fardo sobre la hierba. Ahí se acabó el enredo. El nivel etílico la dejó fuera de juego. Entre tres amigos del viajante huido la metieron en un coche, la llevaron a casa y la acostaron.
Cuando amaneció al día siguiente ambos se habían ido. Habían dormido en camas separadas, pero, una vez levantados, ella se arrojó a sus brazos, susurró una disculpa, y él la besó en silencio. Recién duchados, recién desayunados, cuando la casa aún dormía, pusieron rumbo a la ciudad. Apenas hablaron por el camino. Ella miraba su perfil y lo imaginaba instalado en su hogar, pensaba que podía ser su chaleco salvavidas, el hombre en torno al cual girase su vida en adelante. Él se dejaba mirar, intuyendo aquellos ojos vidriosos clavados en sus rostro. Al llegar al portal de ella, se bajó del coche, abrió el maletero y le dio su bolsa de viaje. Ella le besó tímidamente en los labios. Él susurró una despedida abierta. Insinuó que la llamaría. Y se fue. Cuando subía en el ascensor, ella se miró en el espejo buscando una identidad perdida mucho tiempo atrás, mientras dos gruesas lágrimas comenzaban a recorrer sus mejillas. Volvía a su soledad, a la vida con ese hijo no querido, al vacío vital. Él ponía entretanto música en su coche, respiraba profundo y se sentía de nuevo plácidamente solo, con la certeza de que aquel número de teléfono no volvería a ser marcado. Esto me pasa, farfulló para sí, por hablar con desconocidas.